La siguiente crónica desde la prisión de súper máxima seguridad de Pelican Bay, al norte de California, Estados Unidos, es un fragmento del libro El asesino que no seremos. Biografía melancólica de un pandillero del periodista y escritor Federico Mastrogiovanni, publicado por Debate (2017). Federico Mastrogiovanni fue ganador del premio PEN en 2015 con su libro Ni vivos ni muertos sobre desaparición forzada de personas en México. 
El periodista y Edwin, un expandillero de origen mexicano, se mezclan y se enredan en un viaje entre la crónica y la biografía que representa la vida de muchos migrantes.

Sequoia sempervirens. El bosque susurra. Murmura. Y respira. Respira muchísimo, el bosque. Pasar en medio de una criatura viva, conformada por miles de columnas altísimas que te tuercen el cuello, es impresionante. Respira, el bosque, y murmura. Troncos rojizos y ramas verdes. Siempre verdes. La brisa del océano se mezcla al verde, se vuelve respiro. Inhalar el respiro del bosque es electrizante, energizante. Restituye lucidez, refresca los pensamientos. Sin darte cuenta aparece una sonrisa en tu cara, en cuanto tus pulmones se llenan del respiro del bosque. Enormes troncos rojizos, columnas verdes. Sin fin.

Hay que cruzar el Redwood National Park, y son horas de puro bosque. Me siento un niño que ve por primera vez la nieve. No puedo contener la emoción de estar en un lugar tan hermoso.

–Es hermoso. No lo puedo creer. ¡No lo puedo creer!

Javier sonríe frente a mi emoción. Yo tengo ganas de llorar de la felicidad. Había leído de este lugar. Había visto documentales, películas. Pero no podía imaginar tanta fuerza, tanta magnificencia.

Edwin ha pasado por este bosque. No de norte a sur, como estamos haciendo Javier y yo, sino de la prisión estatal de High Desert, cerca de Indian Springs, Nevada, hasta Crescent City, el pueblo donde se encuentra la prisión de Pelican Bay. Son más de 12 horas en automóvil.

Serás mis ojos, carnal. Es lo que tengo que ser. Y me lleno los ojos de esta magnificencia para podérselo contar a mi regreso.

Me había contado de su viaje a Pelican Bay. El perfume del bosque que olía desde la camioneta blindada que lo llevaba a través de casi todo el estado de California. Cuando salga de aquí voy a volver a visitar esta zona, como hombre libre, voy a acampar, voy a conocer el Redwood National Park. Esto Edwin lo había planeado muchas veces durante los años pasados encerrado en el hoyo.

Nunca pudo realizar su proyecto. Le tocaron fragmentos nocturnos de bosque, perfumes robados desde la misma camioneta blindada, el día en que lo sacaron de prisión para llevarlo a Tijuana, deportado.
Éste es el bosque de Edwin. Vivió durante muchos años a pocos metros de él. Estos gigantes verdes han exhalado el oxígeno que Edwin ha respirado durante todo ese tiempo, se ha alimentado de su aire, sin poder pisar su tierra húmeda y rica.

Serás mis ojos, carnal. Es lo que tengo que ser. Y me lleno los ojos de esta magnificencia para podérselo contar a mi regreso.

***

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Ilustración: Edwin Gámez.

Pelican Bay State Prison (pbsp), California Department of Corrections and Rehabilitation (cdcr).
Lo primero que noto es una señal negra con un aviso en amarillo: No weapons. No cameras. No blue jeans. No picture taking allowed.

Estamos en medio del bosque. Rodeados de árboles, y el silencio reina. El edificio de la prisión es bajo, de un solo piso. No sé por qué me imaginaba un edificio enorme, con muros altos de decenas de metros, oscuro. Lo había soñado como la pirámide de Blade Runner, donde vive el doctor Eldon Tyrell, el creador de los replicantes, oscura, enorme, amenazante. Un verdadero castillo.

Desde el estacionamiento parece una oficina cualquiera de un pueblo cualquiera en medio del bosque en Estados Unidos.

Jessica Berg es nuestra guía. Es la public information officer de la prisión, la encargada de comunicación social, la que puede hablar conmigo. Nos acompaña un hombre más gordo, que no entendí bien quién es. Es otro oficial de la prisión, pero no se identifica. Pasamos por sus oficinas, donde nos entregan dos chalecos antibalas de color verde militar. Uno es para Javier, que en tantos años visitando la prisión nunca había tenido que ponerse uno. El que le entregan a Javier es definitivamente demasiado pequeño, y en un hombre de más de un metro y noventa, robusto, parece una especie de broma. Javier se molesta, pide otro chaleco, se rehúsa. Al final acepta ponérselo para no tener que perder demasiado tiempo, y este detalle le dará un toque cómico grotesco a todo, a lo largo de la mañana. En una rápida visita al baño, antes de empezar, nos miramos al espejo. Ambos tenemos la sospecha de que lo del chaleco diminuto sea una especie de venganza por haberme llevado a ver la prisión. No lo vamos a descubrir jamás.

El espacio entre las oficinas y el shu es abierto, hoy es un día de sol y el aire es fresco. Son las diez de la mañana y estoy muy tenso. No sé por qué, pero después de años de periodismo, de ver y relatar sobre la muerte, depués de situaciones difíciles y peligrosas, éste es el lugar donde más incómodo y angustiado me he sentido. Y todavía no entramos.

Jessica se para en medio del pasillo externo que nos llevará al shu, entre dos altas rejas con alambre de espino.

No me gusta estar aquí. No me gusta nada. Y todavía no hemos entrado.

He visto una foto aérea de Pelican Bay en internet, deben haberla tomado desde un helicóptero. La prisión, desde arriba, tiene la forma de la cabeza de una abeja. O de una mosca. Los dos ojos son las partes especulares de la general population, y arriba, como el signo de muerte conformado por dos huesos cruzados, está el shu, separado pero próximo, en forma de extraña equis no completamente simétrica. Recuerdo que este detalle me había molestado. Me gusta la simetría. Me da un sentido de paz, como a Edwin le gusta el orden.

Ahora me estoy aproximando a la equis, a los huesos, a ese panóptico desigual, bajito. Siento que quiero entrar ya, y ver cómo se ve este lugar desde adentro, pero Jessica nos detiene ahí, bajo el sol. Jessica tiene una mirada amable, seguramente es amable, pero al mismo tiempo inquietante, como me parecen inquietantes la mayoría de los gringos blancos protestantes, con su torpeza, su cerrazón moral y religiosa, o simplemente ideológica, que da miedo a la gente como yo. Me hace pensar que puede ser capaz de la peor violencia si es motivada por su convicción, por su religión, por su condición de esbirro, por sus ganas de salvar tu alma, por su ansia de justicia. Probablemente votará por Donald Trump. O por lo menos es lo que pienso instintivamente de ella.

Todo esto veo en su cara. Lo veo, estoy segurísimo de que está ahí, pero nadie, aparentemente, lo nota. Nadie nota que esta mujer tan amable esconde una naturaleza violenta, sin piedad. O a lo mejor todos lo notan y a nadie le importa.

No me gusta estar aquí. No me gusta nada. Y todavía no hemos entrado.

Jessica habla.

Con un tono demasiado alto me explica que estamos rodeados por una valla electrificada de 10 000 volts. Habla rápido en un inglés masticado de provincia. Me cuesta trabajo entender. Su actitud pedante, ostentosamente alegre, hace parecer más grotescas las cosas que dice. Parece que está contando cómo organizó la fiesta de cumpleaños de su prima y me está diciendo que si toco la valla voy a morir electrocutado. Me lo dice con una sonrisa.

Yo intento reducir mi malestar haciéndome el simpático. Sonriendo y repitiendo como tonto que si toco la valla voy a morir, varias veces, tratando de sacar una postura irónica. Obviamente no lo logro. Pero Jessica parece no darse cuenta, porque es evidentemente una persona literal en ella la ironía está simplemente ausente.

Con su actitud eficiente me dice que ha bajado el número de inmates en la prisión. Al día de hoy, 16 mayo de 2016, hay 2 137 presos, de los cuales 478 en el shu y el resto en general population.
Con precisión y profesionalismo, sin quitarse esa postura molesta y dichosa, me describe la estructura de la prisión. Hay cuatro facilities, o instalaciones, principales (A y B), que son las instalaciones de la general population, las que en la imagen que tengo en la mente serían los grandes ojos de insecto. Luego están las facilities C y D, que son el shu, los huesos cruzados en la imagen desde el cielo. Nosotros estamos a punto de entrar en el shu.

Todavía quiere explicar que la población de presos ha bajado mucho en el último año debido a las reformas del shu en todo el estado de California. Si antes medianamente en cada facility vivían entre 550 y 600 presos, hoy son 205 en el D y 273 en el C. Nada más.

Yo la escucho y trato de observar lo que puedo. El sol está muy brillante, me lastima los ojos, y detrás de la valla que me mataría si sólo la rozara, se ve puro verde.

Jessica sigue dándome datos: cada facility está conformada por varias unidades (units). La facility D tiene 10 unidades, mientras la C tiene 12. A lo mejor es por eso que son asimétricas. ¡No puedo con la asimetría! Cada unidad se conforma de seis pods, y cada pod contiene ocho celdas.

Hay anuncios, ahora los empiezo a notar, que dicen No warning shots, que quiere decir: “disparamos a matar”.

Jessica sigue dándome instrucciones sobre cómo tengo que comportarme al entrar, a quién tengo que enseñar mis documentos, a quién tengo que pedir permiso para tomar fotos. Al final puedo llevarme mi cámara, pero si la saco sin pedir permiso me disparan a matar. No lo menciona, pero estoy seguro de que es así. Me da instrucciones. Aquí son puras instrucciones, que tengo que seguir, como todos. Ya no logro prestarle atención. Pienso que simplemente haré lo que haga Javier, y ¡a la verga sus instrucciones!
Llamo a la mente lo que me decía Javier en el carro, llegando aquí: de Pelican Bay nadie se ha escapado nunca.

Será por las vallas electrificadas que cuestan un millón de dólares y que apenas las tocas mueres; será porque hay anuncios, ahora los empiezo a notar, que dicen No warning shots, que quiere decir: “disparamos a matar”. Por esto llevamos puestos estos ridículos chalecos antibalas verde militar, porque si algo llegara a pasar mientras estamos visitando la prisión, los guardias disparan a matar. Sin avisar.

Jessica sigue hablando. Sigue explicando la estructura de la prisión. Estoy fascinado por la disposición a manera de matrioska, en la que lo más grande contiene lo más pequeño, hasta llegar a la unidad humana. Una (o dos) persona por cada celda.

Me encantaba jugar con las matrioskas de niño. Me daba un sentido de paz. Finalmente, un poco de simetría.

Me siento más tranquilo. Ahora podemos entrar.

***
Te das cuenta de que cuando uno escucha hablar de Pelican Bay piensa, ah, esto debe ser el infierno.

–No es que porque estás en prisión no te puedes dar un saludo, decir un chiste. Nada más que estás encerrado. Y frente a la sociedad somos un desmadre. Tons te dices, hey homie, whassup? ¡Buenas noches! El shu era también esa convivencia, calidez humana de sentir que estamos ahí, estamos bien, y podemos levantarnos contentos y riendo y lo demás. Y pues claro, si se armaba el pinche desmadre, pues ni modo, le tienes que entrar, ¿no? Pero no es que todo en prisión es violencia. Sí la hay, claro, pero en las calles igual hay violencia, hay todo, pero no todos están involucrados. La prisión es igual. Es como afuera. Casi.

–Pero estás de acuerdo en que no puedo escribir que es un lugar bonito. Te das cuenta de que cuando uno escucha hablar de Pelican Bay piensa, ah, esto debe ser el infierno.

–Sí, claro que lo es. En cierto sentido es el infierno, pero quiero que entiendas que también es muchas otras cosas. Mira, te voy a decir algo: Pelican Bay lo puedes ver como un monasterio donde puedes estar meditando como un monje; si no, la verdad te vas a volver un pinche loco por estar encerrado en una celda.

Le da mucha risa la imagen de sí mismo en una celda de monasterio, pero es la metáfora que más se acerca a la forma en la que Edwin lo vivió.

–Irónicamente encuentras paz ahí. Tal vez vas a decir, estás pendejo por decir todas estas cosas; pero fíjate que se cansa uno de estar aislado de todos, claro, estás en una pinche caja, pero sí llegas a encontrarte a ti mismo, a aprender cosas, a forzarte, a leer, a aprender, a desarrollarte. Y también encuentras que te vuelves loco, porque estás aislado, fuera de cualquier contacto, sin ver el sol, los árboles, y siempre estar esposado, enjaulado. Sí es de doble vista, pero ahí adentro siempre sientes el apoyo de los camaradas. What you chose is gonna make you. It’ll make you a better man, a stronger man. Si dejas que te rompa, entonces nunca vas a resistir en la vida. Son situaciones que tal vez sean un poco exageradas, pero nos mirábamos como warriors ahí adentro, como guerreros. Y de cierta manera sí es. A ver: ¿estás encerrado? ¿Aislado? Sí, pero no te falta de comer, no te falta una cama. Hay gente que está afuera, está muriendo de hambre y dices, ¡ah cabrón! Y todavía sin tener nada ¿esa gente te puede dar una sonrisa? ¿Quién es el fuerte entonces? Ese tipo de cosas me impactaron cuando empecé a leer, estudiar, y dices, fuck! I can’t complain. ¿De qué me voy a quejar?

***
Aquí la angustia es real, física, ocupa todo mi cuerpo y congela mis pensamientos, pero al mismo tiempo parece una broma.

Luz blanca, homogénea, artificial, ilumina los pasillos tortuosos en los cuales pierdo la orientación inmediatamente.

Fijo la mirada en un enorme llavero colgado al cinturón de Jessica, que abraza unas caderas abundantes, como las de muchos en este país de obesos, ondeando al ritmo del paso de la joven mujer. Las llaves pasan del cinturón a las manos blancas para ir abriendo rejas. Algunas se abren automáticamente. Bueno, alguien que yo no puedo ver las va abriendo conforme vamos avanzando.

Jessica saluda a sus colegas, intercambian chistes. Yo sigo sus pasos en silencio. Atrás de mí viene Javier con el otro guardia que nos acompaña y que no deja de platicar con él de cualquier cosa.

Estamos en la D Facility, Unit 4. Pasamos por la clínica médica, donde, en dos cuartitos distintos, que sería mejor llamar cubículos, están encerrados dos presos. Me asombra la sorpresa que me genera verlos, detrás de las puertas de cristal.

Dos hombres tatuados, sentados en una banquita de concreto, vestidos de blanco, cada uno en un cubículo. Ambos fijan su mirada intensa en mis ojos. Yo no logro sostenerla y después de un momento ya estoy viendo al doctor. Trae muchos pins colgados en la bata y se presenta. No entiendo su nombre o no lo recuerdo, o ambas cosas. Estoy aturdido.

Me aniquila estar aquí. Me horroriza. Creo que hasta ahora había considerado la prisión como algo teórico, que no existe en la realidad. Y ahora estoy en su vientre, moviéndome por sus tripas, viendo la humanidad que vive e interactúa en su interior, como parásitos en un cuerpo enorme, y siento que en cualquier momento se va a romper esta tensión y esta rutina con la enorme carcajada de uno de los presos. Puedo jurar que en cualquier momento va a pasar, van a decirme que se trataba de una puesta en escena. Van a tomarse un café y a fumarse un cigarro después de la representación. Van a relajar esas miradas tensas en una sonrisa alegre. En cualquier momento.

Ninguna de las tragedias que he tenido que documentar en los últimos años de profesión periodística me ha causado reacción parecida a la que estoy experimentando aquí ahora. Los cadáveres hinchados amontonados en decenas por las calles de Puerto Príncipe después del terremoto de 2010 eran reales; me horrorizaban, me llenaban de tristeza, de pena, de coraje, pero eran la realidad. Los fusiles M-16 de la Policía Federal mexicana apuntando en mi cara y en la de mi colega Fabio Cuttica en una noche de abril de 2010, encima de la Bestia, el tren de los migrantes, eran reales, y los acompañaban amenazas de muerte que brotaban de las bocas enmascaradas y cobardes de los agentes federales por estar testimoniando los abusos que las fuerzas de seguridad mexicanas cometen cada día en contra de los migrantes centroamericanos que transitan en su viaje hacia Estados Unidos. Yo estaba seguro de que me iban a matar, estaba aterrorizado, pero no pensaba que se tratara de una puesta en escena. Los cadáveres acribillados en las calles de Culiacán o de Badiraguato, en Sinaloa, los cadáveres acribillados en los campos de aguacate de Tancítaro y Peribán, en Michoacán, todavía calientes y con sus expresiones obscenas en las caras muertas, eran monstruosos, inquietantes, pero eran reales.

Aquí la angustia es real, física, ocupa todo mi cuerpo y congela mis pensamientos, pero al mismo tiempo parece una broma. Ahora estos dos tatuados se van a levantar, van a abrir la puerta y me van a regalar una sonrisa amistosa. Me van a decir, ¿en serio te lo creíste?

Está a punto de pasar.

Seguimos caminando.

Se escucha un ruido. Constante.

Tu-tum. Silencio. Tu-tum. Silencio. Tu-tum. Silencio.

Es casi imperceptible. No estoy seguro de que lo estoy efectivamente escuchando.

Tu-tum. Silencio. Tu-tum. Silencio. Tu-tum. Silencio.

Es un sonido muy débil, rítmico. Casi no es un sonido por lo débil que es. Pero se escucha, en el silencio de los pasillos, si se aísla el zumbido de las lámparas de neón colgadas al techo. El techo. ¿Cuál techo? Arriba de nosotros no hay techo. Hay una reja sobre la cual camina otra gente. Gente armada. Arriba de mi cabeza hay otro piso que no había visto. Un piso hecho de reja que duplica en altura el pasillo y todos los ambientes. Es un doble donde transitan sólo guardias armados de fusil.

No warning shots.

Desde arriba nos disparan sin avisar.

Vigilar y castigar.

Tu-tum. Silencio. Tu-tum. Silencio. Tu-tum. Silencio.

Llegamos al D pod. Esperamos a que se abra la puerta. A que alguien nos abra la puerta. Entramos.

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Ilustración: Edwin Gámez.

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