Con los años treinta como telón de fondo de una España en plena Guerra Civil, La piedra oscura, del dramaturgo español Alberto Conejero y dirigida por Sebastián Sánchez Amunátegui, muestra en un escenario mexicano las horas de delirio de un condenado a muerte que rememora con un joven celador la poesía, el teatro y el amor, amor lo que se dice “del bueno”, sin cursilerías.

Amor saliendo por la herida. Amor por los cuatros costados. Amor a la libertad, entre hermanos, entre iguales, entre adversarios circunstanciales. Amor a la patria, no a la guerra. Amor a la palabra empeñada. Amor al buen gusto y amor al buen teatro. Eso y más se puede ver en la poética de una obra-homenaje a la figura de Rafael Rodríguez Rapún: aquel estudiante de minas que fuera amante de Federico García Lorca, además de su compañero de teatro y amigo. De eso trata La piedra oscura del dramaturgo español Alberto Conejero López.

Un espacio que tiene poco tiempo de haber encendido la fogata, K-OZ Foro Cultural, en Polanco, apenas si se ve. Es como una barra de café pequeña con una escalera que da a la ‘buhardilla’ escénica, donde pareciera que se diseñan planes secretamente estratégicos de insurrección teatral.

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FOTO: Cortesía Sebastián Sánchez Amunátegui

Y lo es. Sebastián Sánchez Amunátegui, el director de la obra que ha generado revuelo y gran satisfacción en España, se ha dado a la meticulosa tarea de hilar fino, para encontrar el espacio exacto y llevar a escena en México su propia versión de La piedra oscura. Como que buscó con lupa la iluminación precisa e hizo el casting de tipo, para presentar impecablemente y convincente a los personajes: Rafael (“Rapún”), Sebastián el soldado adolescente, y a un Federico García Lorca en la plenitud de su vida, cuando fue fusilado por las fuerzas fascistas en 1936, poco después del estallido de la Guerra Civil Española, acusado de alterar “el orden social”.

Con dos elencos para solventar la innegable realidad de los actores de hoy en día con múltiples compromisos, en la función que me tocó vi a Rafael interpretado con gran dominio actoral por Kerim Martínez: se trata de los últimos momentos de “Rapún”, cuando siendo teniente de artillería es capturado en una celda donde morirá en manos de los falangistas. Y a un exquisito Sebastián, interpretado por José Manuel Rincón, quien es el joven que no llega a los 20 años y que, venciendo el miedo a la guerra y de la milicia, descubre azorado los misteriosos y estrechos pasadizos de una vida, pues es el celador que se relaciona con Rafael en sus últimos días. Así como a Jhovanni Raga en el fantasma presencial de Federico García Lorca actuado por quien parece su espíritu revivido.

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FOTO: Cortesía Sebastián Sánchez Amunátegui

Rapún en la vida real murió después de ser herido en un ataque aéreo cerca de Bárcena de Pie de Concha, el 18 de agosto de 1937, en el Hospital Militar de Santander, un año después que Lorca. Alberto Conejero altera los acontecimientos lineales, a pesar de haber hecho una exhaustiva investigación, y es así como hace de una crujía el espacio simbólico de un encuentro humano entre compatriotas enfrentados por el horror de la Guerra Civil Española.

Un momento detenido en el tiempo como para que Rafael, acompañado por el ánima de García Lorca, rememore sus días de amor, de arte y de locura. Una metáfora donde todo se presenta sutil, delicado, sin desesperaciones inútiles, sin aspavientos panfletarios o defensoría a ultranza de la homosexualidad; sino más bien bajo una condicionante existencial iluminada con el símbolo del amor profundo: inexplicable, sin género, sin bandera política, más allá de todo condicionamiento social, económico o cultural.

Estamos ante la presencia de actores que –asumiendo el reto de una obra de por sí intimista– Amunátegui ha llevado al extremo de la proximidad. Se dice fácil, pero asistir (y sobre todo comportarse como buen público) a una obra donde apenas si media un metro de distancia entre el escenario y las primeras butacas, compartiendo la respiración y la exhalación emocional, así como el más mínimo gesto, mirada y micro movimiento gestual, requiere un arduo esfuerzo compartido.

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FOTO: Cortesía Sebastián Sánchez Amunátegui

El espectador tiene que asumir su parte, respetando el requerimiento casi litúrgico que la mise en scene demanda; el actor, a su vez, tiene que apoquinar el peso de las miradas: pocas, pero en extremo escudriñadoras. Sobre todo en una obra que retoma el decir del texto y deja de lado el espectáculo, esto empuja las palabras hacia una verosimilitud harto buscada, y que solo un trabajo de índole cinematográfico lo hizo fructificar –paradigmáticamente– en el teatro. No hay oportunidad para falsear la realidad, para el engolamiento de la voz o la pose, ni siquiera par el discreto desvío de los sentimientos expresados; no hay salida a través de camuflaje alguno. La obra te afecta en su natural y complejo close up de más de una hora, donde se comparte con los actores el encierro y la sorpresa, quizá también, la última lágrima de un adiós imposible de eludir.

Una pieza como esta no da cabida al melodrama, es un fragmento inescrutable de la vida –y de la escena–. No se detiene en el discurso víctima-victimario, acaso lo trasciende por “antonomasia”; y acaso también por eso, se aborda la obra en el momento cúspide de la reflexión, de la añoranza en la memoria, del cotidiano de los años treinta como telón de fondo de lo que sería una España denostada; mostrada en las horas del entresueño delirante de un herido al que lo reviven la poesía rememorada, el teatro y el amor; amor esencial, amor lo que se dice, “del bueno”, sin cursilerías.

Hoy en día, que una obra no llene su apuesta con efectos, que no despilfarre en recursos, que se sostenga en el soporte de su dramaturgia y en la calidad de su contenido evocado, histórico, vigente en su hondura humana es un hallazgo.  Y además resulta prácticamente radical y revolucionario que ‘rescate’ (aquí la palabra resulta necesaria) el amor –a últimas fechas un sentimiento demasiado manoseado y denostado– sea por propagandístico y sobajado por el triunfo de la desafección emocional de los colectivos líquidos y defensores de la destrucción del romanticismo.

Por eso, aquí el tema de la homosexualidad tiene un papel incidental: el gran protagonista es la consciencia humana enfrentada a la naturaleza de los seres, más allá de sus dogmas, creencias, género, filias o aprendizajes socioculturales. Siendo también el ideario de la modernidad que vivimos hoy, no se despersonaliza de su época, no intenta hacer un New age rasurando la historia de la tragedia, porque como dice el director de cine Emir Kusturika en la cinta Underground: “Una guerra no es una guerra hasta que el hermano mata al hermano” y sabemos perfectamente lo que eso significa.

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FOTO: Cortesía Sebastián Sánchez Amunátegui

En ese pasillo teatral en donde está armado el calabozo de la prisión, en ese catre de campamento militar, en esa silla de palo y la pequeña reja por donde se asoman apenas los rayos de sol, el oficio de productor de Amunátegui, su largo andar por los pequeños foros de Buenos Aires, su experiencia en organizar, ver e instrumentar festivales de teatro, amén de su trabajo como director de cine, le valen un auténtico aplauso a su calidad como director escénico y a su habilidad escenotécnica, bajo el más estricto control en la pulcritud de su estética, sin derroches de ningún tipo y convenientemente adaptada en lo que uno consideraría: “un espacio imposible”.

Lo mismo vale para los tres actores, cuyo trabajo pone en relieve la conducción de su director y el talento irrefutable del dramaturgo, además de demostrar que el teatro mexicano concursa al mismo nivel que el buen teatro español. Ese que ha ovacionado La piedra oscura y le ha permitido cosechar éxitos desde 2015 con varios de los premios Max, el galardón más importante en artes escénicas de España, entre ellos el de mejor autoría y montado con el Centro Dramático Nacional. Para más datos, esta obra ya se ha llevado con igual acogida de públicos y crítica especializada en Uruguay, Colombia, Rusia, Reino Unido y Grecia.

Ahora en temporada en México con dos elencos distintos, se estrena el viernes 2 de junio de 2017 y se presenta a las 20:30 en Café K-Oz Foro Cultural (Homero 1329, esquina con Séneca, Polanco). Estará en cartelera los viernes y sábados de junio y los sábados y domingos de julio. Corra porque este “platillo único”, no alcanza más que para 30 comensales.

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FOTO: Cortesía Sebastián Sánchez Amunátegui

3 thoughts on “El último amante de Lorca

  1. La crónica de Vera sobre el montaje de la obra del último amante de Lorca, ahora en México es un texto honesto y comprometido con el teatro, sobre todo con aquél que está al filo de la polémica. Un buen gusto leerla. Albricias

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