Cuando el padre invitó “a todos” a festejar el cumpleaños de su hija a través de un video que se viralizó en las redes sociales, Rubí dejó de ser una quinceañera más en México. La fiesta privada que celebra el paso de niña a mujer se convirtió en un fenómeno mediático. Hubo quienes lo consideraron un distractor frente al anuncio de la subida de la gasolina hasta un 20 por ciento. Iván Ruiz, investigador y ensayista, fue a La Joya el 26 de diciembre de 2016 para ser testigo del acontecimiento. De su experiencia surge este texto sobre la raíz festiva, la orgía tecnológica y la podredumbre política.

Vine a La Joya para encontrarme con Rubí. Es 26 de diciembre y el calor es asfixiante. Anoche, rumbo a San Luis Potosí, el fotógrafo con quien viajé tuvo que visitar varias gasolineras para conseguir combustible. En algunas ya había escasez y sólo se vendían galones con muy pocos litros. Las filas eran largas. Frente a la anunciada crisis por el alza del derivado del petróleo, los quince de Rubí son una extraña mezcla entre el fulgor ritual y la podredumbre política, entre el afecto íntimo y la orgía tecnológica. El oro negro mezclado con la gema de color rojizo. Ensuciándola. De ahí la necesidad de limpiar esa piedra de la inmundicia: “Te llamaremos Rubí y haremos de ti una joya hermosa”, cantará uno de sus familiares en el vals de esta noche, y Crescencio Ibarra, su padre, le entregará la última muñeca. El fin del ritual.

Ahora son las once de la mañana. Cientos de personas resguardan el portón, la fachada y la puerta del estacionamiento de la casa de Rubí, una joven potosina “buena gente y chaparrita”, según Kevin Ibarra Aguilar, su primo de diez años. Además de un centenar de policías municipales y estatales distribuidos en la localidad, cuatro policías federales revisan, en uno de los cuatro retenes de seguridad, los automóviles provenientes de otros estados del país y de Estados Unidos.

Para controlar a la muchedumbre, uno de los agentes se traslada al estacionamiento. Entre porras, cámaras de video y celulares en mano, Rubí viaja a bordo de una imponente Ford Lobo Premium, roja y polarizada.

“¡Baja la ventana, Rubí!”.

La gente quiere ver a su joya. Todos están volcados sobre la camioneta. La espera de quienes llegaron ayer y la de otros que arribaron esta madrugada tiene una fugaz recompensa. Rubí se asoma por unos segundos. El tesoro se desvela. Pero de inmediato un velo paparazzi la envuelve. La desaparece. Como un espejismo.

A marcha lenta, la Lobo —un vehículo estigmatizado bajo la impronta del narcotráfico— prosigue su rumbo hacia aquella explanada. No son muchos metros los que hay que recorrer, sólo avanzar cuesta abajo en un camino de terracería. Un camino que, según Anselmo Estrada Ibarra, hace veinte años estaba poblado por casitas de adobe y lámina. Este hombre, de cerca de cuarenta años, posee una de las dos únicas tiendas de abarrotes en La Joya, y está enfrente de la casa de Crescencio Ibarra y Ana Elda García, los padres de Rubí. A ella la conoce desde que era niña.

“Es como cualquiera de aquí de nosotros”.

Repitan lentamente: cualquiera de aquí de nosotros; cualquiera de aquí de nosotros… Hay algo anómalo en ese cualquiera y en ese nosotros. La viralización de un video casero en donde Crescencio Ibarra invitó “a todos” a la fiesta de quince años de su hija dio lugar a una suerte de psicosis colectiva. Entre el sarcasmo por “la chiva” de diez mil pesos que prometió Crescencio en su invitación viralizada (la gente pensó que se refería a una cabra muy cara cuando en realidad en la zona llaman “chiva” a las carreras de caballos), la popularidad de las bandas norteñas contratadas para la fiesta y el morbo mediático, el evento consiguió sólo en Facebook la confirmación de más de 1.3 millones de personas. Por ello, Rubí ya no es más cualquiera, y aunque forma parte de aquel nosotros comunitario, su involuntaria inmersión en la industria del espectáculo la proyectó al campo de otros: las celebridades efímeras. Lo deseado. Lo tocable y simultáneamente lo intocable.

De nueva cuenta estamos cientos de personas rodeando la Lobo que ya ha llegado a su destino final. Se ha estacionado frente a la carpa donde se oficiará la misa al aire libre. Algunos reporteros logran subirse a la batea de la camioneta y los demás aguardan impacientemente la revelación. Pero no llega. Excitación. Retardo. Más excitación. Mayor retardo. Estamos ansiosos. Las cámaras de video, las cámaras fotográficas, los celulares levantados. Estos artefactos forman un solo ojo vigilante, una medusa tecnológica que mira fijamente la puerta trasera de la pick-up. La familia exaspera y trata de alejar a los reporteros y curiosos que rodean la camioneta. No se puede. El deseo de imagen es mayor.

Han pasado quince, veinte minutos en el rayo del sol, esperando el momento justo, el instante decisivo; si tal modalidad fotográfica existe aún. De repente, alguien quebranta la cofradía voyeur.

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Fotografía: Iván Ruiz

Pariente de Rubí que vive en Estados Unidos

“Abran paso, somos la familia de Rubí”, dice una mujer vestida de rojo que lleva un tatuaje de flores desde el codo hasta el cuello. Grita en inglés, grita en español. Le pide a su familia gringa que descienda rápidamente de las camionetas para iniciar la procesión. Van bajando uno por uno hasta llegar a la Lobo. Se agarran de las manos y forman un círculo para permitir la salida de Rubí. Una salida accidentada, una orgía tecnológica que busca penetrar en el detalle mínimo. Eyacular luz en el rostro de una quinceañera buena gente y chaparrita. Algunos lo logran con maniobras corporales, otros con teleobjetivo y unos más con sus palos para selfies. La familia cierra filas y por la escasa estatura de Rubí la exponen a un ritual de desaparición.

Todos caminamos lentamente detrás de un espectro. Un fetiche que es monitoreado en la tierra pero también en el cielo, con tres drones sobrevolando. Voy detrás de algunos de sus familiares; entre ellos, un joven de más de uno ochenta de estatura. Viste un traje negro de banda norteña con sombrero del mismo color; su saco está bordado por la espalda. Abraza a sus parientes en un gesto de fraternidad.

“Abran paso, por favor”, se escucha una y otra vez.

Cruzan por mi mente imágenes totalmente contradictorias, aunque forman parte de una misma raíz festiva y fúnebre. Abrir paso entre la multitud, entre la tecnología, pero también entre el deseo de hacer aparecer a una desaparecida.

Es tal como la describió el tendero de La Joya, su vecino, un Ibarra también: como cualquiera de nosotros, una aparecida que no quiere desaparecer, pero a quien le da miedo ser la joya de esa infame turba. Con mi propio celular en mano, detrás de su familia gringa, veo la magnitud del montaje festivo, la penetrante industria del espectáculo, el afecto manoseado y auto infligido de los Ibarra García.

Tecnología y ritualidad, vida y muerte transfigurándose.

*Entrevistas en colaboración con Nahúm Delgado

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