En este memoir, Bicky Ramírez narra cómo, aunque haya mucho apetito sexual salpicado de amor, el desierto sonorense es tierra infértil para que crezca cualquier cosa (al menos desde su experiencia).

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Foto: Bicky Ramírez

Desierto, Sonora

Fue uno de esos viajes que me dejó más allá que acá. Un viaje que me hizo sentir más sola que acompañada. Un viaje de amor al desierto que me dejó desierto el amor.

En un principio la cosa parecía ir bien: Sonora no estaba en mi lista de lugares, pero tenía muchas ganas de caminar por el territorio natal de aquel sujeto que me había desorientado la atención durante mi estancia como maestrante en la Ciudad de México. Ahora que él llevaba un mes en su Sonora, tenía ganas de un fin de semana juntos.

Pero para mi suerte, todo comenzó mal (y yo que no vi las señales). Ese jueves, él debía levantarse de madrugada y pedirme un Uber desde Hermosillo que me llevaría al aeropuerto de la Ciudad de México. Pero se durmió diez minutos y no me pidió nada. Le llamé, le dejé mensajes mencionando su nombre y diciéndole “Chiquis”, el ridículo apodo que le había atribuido meses atrás. Pero no fueron suficientes para despertarlo.

Sí, ya no me digas nada. De esta relación no sé quién es el imbécil.

Desesperada, interrumpí el sueño de una de las chicas que vivía conmigo y le pedí el favor de que me llamara un taxi, pues eran casi las cuatro de la mañana y el abordaje comenzaba cuarenta minutos más tarde. Sí, siempre me veo rogando a los demás que me pidan transporte en alguna app del celular y les doy el costo en efectivo: esta es la única forma que he encontrado de mantener controlada mi economía. De hecho, en un acto de berrinche, pensé en abortar la misión, pero resultó que los 800 pesos que había pagado por el vuelo me dolían hasta el alma.

—¿Te cae que se quedó dormido? —me dijo con voz pastosa Claudia, que conocía de pies a cabeza mi situación sentimental.
—Sí, ya no me digas nada. De esta relación no sé quién es el imbécil.
—¿Neta quieres que te responda esa pregunta? —me contestó antes de limpiarse las babas del cachete y pedir el servicio de transporte. No quería verme más imbécil de lo que ya me sentía.

Llegué al aeropuerto con el estómago revuelto y justo a tiempo para subir al avión y aunque Samuel jamás respondió mis llamadas, estaba muy emocionada de volver a verlo en unas horas. Al pisar Sonora por primera vez, allí estaba él: me recibió con un abrazo, dos besos en la mejilla y muchos perdones. Por su forma de vestir, supuse que no hacía mucho tiempo que había saltado de la cama. Me sentía estúpidamente feliz.

Solo fui “la amiga de la ciudad de México que vive en la misma casa que yo y estudia en la IBERO”.

El motivo del viaje no fue conocer a la familia que nunca sería mi familia, sino el desierto. Por falta de dinero, no había podido apreciar las dunas durante mi estancia en Europa cuando soñaba con ir a Marruecos. Ahora estaba contenta de fotografiar, no los camellos, pero sí los caprichos de estas infecundas tierras mexicanas.

Mi hospedaje fue en casa de su abuela, su “nana” como él le dice. Una señora amable y muy platicadora. También conocí a su tío, a su papá, al jardinero y a Caporal, un perrito muy pequeño con el que compartí la habitación un par de noches. El canino dormía en un montón de trapos a un costado de mi cama. Me hicieron sentir en casa, aunque solo fui “la amiga de la ciudad de México que vive en la misma casa que yo y estudia en la IBERO”, discurso que me acompañó durante todas las presentaciones.

¿Y qué querías Virginia? ¿Qué te presentaran como “la amante”?

Conocí el mercado, el centro de Hermosillo y sus deterioradas calles, el cerro de la campana, tres cantinas, la universidad y el Colegio de Sonora. Comí tortillas de harina con queso, tacos de carne asada, cocido de res, coyotas, un pedazo de dogo, ostiones y un burrito percherón. También me puse ebria con algunas cervezas y un par de tequilas y a la mañana siguiente me deleité con media botella de Pepto Bismol.

Aquello no fue hacer el amor. Hicimos el instinto, la obligación, lo que se debe hacer por el solo hecho de hacerlo.

Dos días después, viajamos ocho horas con destino a Puerto Peñasco. Al llegar buscamos un hotel y para fortuna de nuestros bolsillos, encontramos un pequeño cuarto con baño privado a un precio asequible. Lo consideré “nuestro nido de amor viajero”. Después de la cena en un restaurante a un lado de la playa, regresamos a nuestra casa temporal para tocarnos, besarnos y lamer nuestros cuerpos.

Cuatro semanas sin vernos y aquello no fue hacer el amor. Hicimos el instinto, la obligación, lo que se debe hacer por el solo hecho de hacerlo, porque se tiene que hacer. Pero no hubo amor, porque para hacer el amor debe de haberlo por ambas partes y lo que yo sentía no era suficiente. Me percibí vacía, pero él nunca lo supo.

Buscamos un guía de turistas y caminado por el malecón de puerto peñasco nos encontramos a Ricardo, un hombre casado y parlanchín. Yo me puse de confianzuda y lo nombre “el Richie”. Nos contó su vida y nos preguntó sobre la nuestra.

—Creí que eran pareja —dijo Richie— porque de ser así tengo otra oferta para ustedes.

Ninguno de los dos respondió a ese comentario, nos limitamos a reír. Supongo que Richie se hizo de la vista gorda, pero cuando podía sacaba a la luz nuestra situación sentimental: él quería saber qué éramos o mínimo para dónde íbamos. Lamentablemente ni Samuel ni yo sabíamos la respuesta. Siendo más drástica, hubiera respondido que esta relación iba directa al fracaso.

Mis ganas de dar y recibir amor se limitaron a contemplar su espalda cuando caminaba frente a mí.
* * *

Me dijo desde un principio que en cuestiones de amor, no confiara en él, pero como me gusta complicarme la vida, hice todo lo contrario.

Imagínese usted, qué desesperante fue toparse con escenarios en donde bien pudimos besarnos y abrazarnos desenfrenadamente, como un “Pepe el Toro y la Chorreada” o un clásico “Romeo y Julieta” pero en pleno desierto, entre las espinas y la mirada de una que otra serpiente que bien hubiera sido la representación simbólica de su exnovia.

—A ver, una foto, ¡pero abrácense, que se vea que hay amor! —nos decía Richie cuando nos proponía tomarnos una foto juntos, como novios, pues por parte de Samuel no había iniciativa y su pasividad me hizo rechazar la idea de capturar muchos momentos con la cámara.

Para mi desdichada suerte, mis ganas de dar y recibir amor se limitaron a contemplar su espalda cuando caminaba frente a mí, al frío de su indiferencia, a buscar su mirada sin poder encontrarla. Entonces mi cuerpo se quería convertir en arena y perderse en el áspero viento del desierto.

Hacía frío y mientras el sol se ocultaba detrás de las montañas que dividan a México del país vecino, yo comenzaba a llenarme de escarcha, resultado de falta de sensibilidad de Samuel con su visita. Entonces supe que el desierto duele, duele mucho.

En aquel viaje supe que no encajaba; como si un par de geranios trataran de crecer en la tierra árida de un cráter.

Fue en aquel lugar donde me di cuenta que el contraste entre él y yo era evidente. No porque yo fuera de Oaxaca o porque aquel fuera de Sonora, o porque yo era cálida y él frío. Simplemente porque hay cosas que no pueden ser. Porque en aquel viaje supe que no encajaba; como si un par de geranios trataran de crecer en la tierra árida de un cráter.

No sabía cómo decirle que mejor se quedara con los sauces, las choyas, los saguaros y sus espinas que lastiman. Que mejor no me quisiera, que no tratara de darme amor con el sol que quema, con la arena que pica y reseca la frente.

A lo largo de mis veintiocho años, el amor me ha llegado tres veces, pero este nuevo amor me llegó “privilegiado”: norteño, alto, delgado, blanco (así se definió él mismo en algún momento, cuando hablábamos de discriminación racial) y para su maldita fortuna, el muy infeliz es bien parecido. Me llegó también cuando él tenía pareja y yo apenas iba a dejar a la mía.

Entonces ¿la desgraciada soy yo, por ser del sur, por ser un bulto de barro, un bordado o una mazorca de maíz? ¿O será que como nuestra “relación” comenzó cuando aún había en la ecuación otras dos personas (e infelices los cuatro) esto hace imposible andar porque no hay vínculo de confianza?

En fin, deduje que no puedo ir por allí, tomando aviones, comiendo tortillas de harina, pisando lugares diferentes, creyendo que puedo crecer en todas partes. Sé que si la tierra del norte me acogiera, mi cuerpo sería maleza, como la hierba que crece a la fuerza, que solo hace montón y que no significa nada.

Mejor me quedó en el sur, aquí donde él no me puede corresponder y donde yo dejaré de quererlo. Aquí donde soy flor y no espina.

(Edición de este texto: Sergio Rodríguez Blanco)

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