Dos de agua por una de arroz. Es la medida universal para que este plato tan básico salga suelto y apetecible. El vapor se eleva y el burbujeo viscoso da paso al almidón. Pero ni las matemáticas (ni la química de pareja) le funcionan a María Teresa Ontiveros, de edad indeterminada, espalda enjuta y canas bajo el tinte rubio. Por más que lo intente, a ella el arroz siempre le sale batido.
–Un día vino a comer mi hermano y me dijo: “¿qué es esto?”. Le dije: “es arroz”. Y contestó: “pues parece engrudo”.
Las pocas veces que me he cruzado con ella en el rellano me ha saludado de forma breve y con cautela, abriendo mucho los ojos y sonriendo mal, con ese rictus regalado sólo por educación que, según se mire, podría parecer desagradable sin llegar a serlo. Hace un rato, cuando toqué a la puerta del segundo, dije en voz alta varias veces mi nombre (Sara, una amiga de los vecinos de arriba). Fue necesario identificarme porque según me han contado María Teresa es bastante desconfiada.
Su cocina es minúscula. Como mucho caben dos personas. Lleva puesta su gabardina y un pañuelo en torno al cuello. Aquí huele a algo antiguo, quizá porque es un edificio descuidado del Centro Histórico de la Ciudad de México. Pero aquí dentro, ni hablar de arroz.
–No, no, para qué te voy a decir que sé cocinar. Cada vez que voy a hacer un plato, me persigno. El bacalao sí lo sé hacer: lo heredé de mi madre y dicen que me sale muy bueno.
Hace tres décadas la madre hacía el bacalao en esta misma cocina mientras la familia decoraba la mesa. En la esquina del salón, el árbol de Navidad se llenaba de regalos. De fondo sonaban villancicos y las niñas cantaban La verbena de la Paloma, porque al padre le encantaba la zarzuela. En esas fechas llegaban a juntarse 15 personas en la casa. ¿Por qué, en el pasado, el bacalao siempre sale perfecto? Hasta el banquete de la Última Cena tiene su lado oscuro. Pero para Tere, su mamá siempre preparaba los platillos con alegría y generosidad.
–Mi mamá siempre me cocinaba lo que le pedía. Hacía muy bien los espaguetis, los ravioles, un pollo a la jardinera riquísimo y el caldo de pescado.
Luego se acuerda de su primer trabajo en la Comisión Nacional del Agua y de su segundo empleo en la Procuraduría General del Distrito. A los 17 años ya era asistente de un funcionario, en la época del presidente Luis Echeverría, a principios de los setenta. Perfumes, viajes al extranjero, comidas suculentas (y no de su casa). Una época de gozo. Su madre se quejaba de que nunca veía a su hija. Tere dejó el empleo por ella.
La memoria es selectiva y siempre maquilla. Se olvidan a veces las lágrimas pasadas. En un despiste, nos cortamos el dedo y la sangre brota, como le pasa a Tita al cocinar las codornices en pétalos de rosa en la novela Como agua para chocolate, de Laura Esquivel.
–Me salí de trabajar en octubre y en diciembre murió mi mamá. Para mí fue el acabose. Me enfermé de los nervios, me venían mareos y todo.
Justo ahora llega un delicioso olor de cebolla dorándose en la sartén, como si fuera su madre, y no la vecina del primero, la que está friendo.
–Primero murió mi papá, luego mi abuelita, luego mi mamá, mi cuñada, mi tío… y mi hermana también.
Tere mira ahora los retratos familiares. Se levanta despacio y sus manos, que delatan veinte años más que los 52 años que dice tener, abren la alacena.
–Y me quedé sola. Nunca me casé. ¿Cómo ves? Es el destino.
“¿Y el novio para cuándo?”, le preguntan a Tere, según me cuenta. Más de una soltera harta de la creencia de que al amor se le conquista con el estómago se atrevería a preparar un gazpacho con somníferos, como el de Carmen Maura en Mujeres al borde un ataque de nervios, la película de Pedro Almodóvar, porque La venganza es un plato que se sirve frío, según la cinta del italiano Pasquale Squitieri. Pero Tere no cocina.
En su alacena aparecen algunas latas de atún, chocolate, un pequeño paquete de arroz, pasta, azúcar, sal, miel y un tarro de cristal vacío con una etiqueta de café Juan Valdez que le regaló Jesús, un piloto colombiano, “el gran amor” de su vida. Lo conoció hace décadas cuando iba a la escuela. Cada vez que él salía de viaje, ella lloraba. Él le escribía y conversaban por teléfono. Hasta que llegó el momento en que dejaron de ser niños.
–Mi padre habló con él para ver qué intenciones tenía. Jesús no volvió jamás. Se casó por allá, en Madrid. Ya no supe nada de él.
Pasados muchos años y ya viudo, Jesús resucitó. Volvió a visitarla hace ocho meses. Estuvieron tres días juntos y desapareció por segunda vez.
Suena el teléfono. Mientras habla con su amiga, Tere está sentada en la mesa de su salón, en una de las sillas cubiertas con plástico desgastado. En el centro de la mesa hay una bandeja de pan dulce viejo: se lo dará al señor de la basura que siempre le pide las sobras. Da sorbos cortos al café para no quemarse. Cuando cuelga, confiesa que sigue esperando que Jesús vuelva a ponerse en contacto con ella.
–Debe estar enojado conmigo, porque me invitó a ir a Colombia y nunca fui. No pude renovar mi pasaporte. Yo no le avisé y él no me volvió a hablar. Yo tampoco, soy muy orgullosa. Tendrá su vieja por allá.
A Tere le gusta la historia y la música “buena” que le enseñó su padre. Por desgracia, en su librería no tiene un Lorca que le recuerde las palabras de la tía de Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores: “Ese es el defecto de las mujeres decentes de estas tierras. ¡No hablar! No hablamos y tenemos que hablar”.
Falta poco para que den las tres de la tarde. Tere espera a alguien. La cadencia de su monólogo interrumpido hace olvidar el bullicio de la calle.
–Ya casi llega. Mi hermano me cuida. Ay, él vale oro. Mis padres le dijeron: “tu hermana no se casó, así que mira por ella siempre”.
Tere no es una Penélope esperando, “con su bolso de piel marrón y su vestido de domingo”, como versa la canción del cantautor español Joan Manuel Serrat. Tampoco sabe tejer. Ni es una “solterona con gatos”. No le gustan los animales. Dice que es delicada del estómago, pero le encanta probar cosas nuevas, por eso conoce los restaurantes del Centro y varias gastronomías (y novios: un árabe, un alemán) internacionales.
–No, no me pesa no haberme casado. De repente sí me siento triste. Soy humana, no soy perfecta. En mi casa nunca me impusieron el matrimonio. Mira, a una amiga su madre le decía: ‘te vas a quedar para los perros’. ¡Qué expresión tan fea!
La esposa-madre, la madre-esposa y tanto peso innecesario para cargar sobre los hombros cuando, en realidad, ella dice que nunca pensó siquiera en tener hijos. Le digo a Tere que todavía hoy, se escucha aquello de “ya se te pasó el arroz”.
–Mira, como a mí, que me queda como engrudo.
Se oyen pasos en la escalera. Es su hermano. Irán a comer, como todos los días, al hotel de enfrente.
Este texto fue escrito en la clase Periodismo narrativo de Sergio Rodríguez Blanco (Maestría en Comunicación, Universidad Iberoamericana Ciudad de México). Editores: Sergio Rodríguez Blanco y Julieta Riveroll.
Bien, real a cuantas nos ha pasado, digo a mí ni el arroz, ni el agua de limón, principios básicos de revolver el azúcar primero, si me lo enseñaron, pero no me queda, es como estannegada esa realidad… pero ya no solo es la cocina, ya es que coche traes? Cuánto ganas?y otras tantas que debes de cumplir para ser candidata al amor verdadero ja; Será que tenemos que cambiar y hacer todo al revés por qué lo que es hasta ahorita ese modelo de comportamiento no nos ha funcionado. Al menos a mí no tampoco se me dio el arroz.
Pues a mí el arroz me sale de maravilla. Mi abuelita me enseñó una receta para que NUNCA se pade el arroz. Yo siempre lo tengo precocido. 😉
Me encantó el texto.