Esta crónica entreteje la crisis que vivió Juchitán a causa de la pandemia de covid-19 con la historia personal de tres profesionales de la salud que se identifican como muxhes.

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Foto: Francisco Ramos

Septiembre de 2020

El enfermero Iván de la Cruz Castillo, mecía en sus brazos al paciente más pequeño del área de covid-19 del Hospital Dr. Macedonio Benítez Fuentes, en Juchitán en el estado de Oaxaca. Era un niño de apenas dos años que había ingresado por una supuesta neumonía que resultó ser covid. Lejos del aroma tranquilizante del regazo materno y rodeado de extraños, el niño no dejaba de llorar. Iván lo cargaba y lo mecía suavemente, pero sabía que, con su tapabocas blanco, careta y goggles, el niño lo veía como un monstruo. Sentía el miedo que emanaba de ese pequeño cuerpo, con el rostro enrojecido e hinchado por el llanto, y hacía su mejor esfuerzo por sosegarlo, pero a través de sus múltiples capas de overoles el niño difícilmente sentía el calor que el enfermero trataba de transmitirle, y siguió llorando hasta el cansancio.

Iván se encuentra por eso de la mitad de su ciclo de vida, con 36 años de edad, pero su mirada busca los extremos. Le enternece contemplar el inicio de la vida y también el final de esta, cuando el anciano, encorvado y enjuto, regresa a una segunda infancia.

Después de unas semanas, la cama pediátrica del área de covid-19 estaba vacía. El pequeño paciente, cuyo llanto había reverberado por la sala, se había recuperado y había sido dado de alta con una dotación de medicamentos.

Pero muchos otros no corrieron con la misma suerte. Abril y mayo fueron los meses más duros. Muchos se negaban a creer que el covid-19 es real y en el municipio pululaban los rumores: “están matando a la gente,les están sacando el líquido de las rodillas, los están quemando y luego los entregan en cajas, el gobierno les da 20 000 pesos por matar a la gente”.

Por ello, sus familiares no los llevaban al hospital hasta que no estaban desahuciados, prácticamente moribundos. Un hombre trajo a su esposa, de unos sesenta años, desde La Unión Hidalgo. Minutos después de que la ayudara a sentarse en la sala de urgencias del hospital en Juchitán, la mujer dobló el cuello, como una flor marchita, y expiró. Un hombre obeso que no podía respirar, estaba parado en la sala de espera porque no quedaban asientos libres y cayó muerto, como si lo hubiera fulminado un rayo. Se necesitaron cuatro camilleros para levantar el cuerpo.

Para junio, tres de los compañeros de Iván, dos enfermeros y una enfermera, todos entre cincuenta y sesenta años, algunos de ellos con comorbilidades, se habían sumado a la estadística de defunciones.

El virus parecía estar ensañado con Juchitán, pero aún así, poca gente usaba el cubrebocas, los ruidosos mototaxis seguían zigzagueando por las calles como un enjambre de mosquitos y los vendedores acudían al mercado cada mañana con sus canastos llenos de mercancía.

No fue hasta el 2 de julio, cuando ya habían muerto cinco vendedores, que los comerciantes accedieron a cerrar el mercado por diez días para evitar la propagación del virus, y la gente por fin comenzó a usar el cubrebocas. Privados de su fuente de sustento, los vendedores juchitecos intentaron llevar su mercancía a los municipios aledaños. Pero, aunque las estadísticas oficiales de muertos por covid-19 que reportaban las autoridades estatales eran relativamente bajas, el hecho de que los viejos panteones estuvieran rebasados evidenciaba los estragos del virus en el municipio, y cuando corrió la voz sobre el alto número de contagios en Juchitán, la policía de los municipios circundantes detenía a los vendedores en el camino y los enviaba de regreso a casa.

Hasta las velas, las fiestas nocturnas donde los juchitecos bailan, cantan y beben en honor al patrono San Vicente Ferrer, se cancelaron en el 2020, otro golpe para la economía del municipio.

Desesperados, los comerciantes recurrieron a anunciar la venta de carne, verduras y artesanías en las redes sociales y los compradores acudían directamente a sus casas a recoger los productos.

El temor al contagio y el estigma social que acompaña al nuevo virus era tal, que los juchitecos acudían al panteón a las dos de la madrugada a cavar, con sus propias manos, las fosas de familiares que ni siquiera habían sido velados, algo nunca visto en la historia del pueblo. En ese momento de la pandemia, ni ofreciendo el doble del pago habitual se podían contratar los servicios de un enterrador que los ayudara.

De pronto, Juchitán de Zaragoza se había paralizado y un silencio sepulcral reinaba en las calles.

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Foto: Francisco Ramos

***

Mayo de 2021

Casi un año después, Juchitán ha resucitado y se encuentra en plena campaña electoral. Es sábado y hace un calor bochornoso. Frente al Hospital Dr. Macedonio Benítez Fuentes pasa un mototaxi con un altoparlante instando a los juchitecos a votar por Morena el 6 de junio. Junto a la entrada, un grupo de mujeres, sin cubrebocas, platica junto a un puesto de jugos.

En febrero, Iván recibió la vacuna sin ninguna reacción adversa, sólo un poco de sueño y fatiga.

Esta tarde, en la oficina donde los enfermeros realizan las labores administrativas, ubicada en la primera planta, Iván hojea la bitácora de los ingresos al área de covid-19: los nombres en azul corresponden a los ingresos matutinos, el verde a los vespertinos y el rojo a los nocturnos. Los ingresos han bajado, pero advierte que no hay que bajar la guardia.

“Ahorita la gente está haciendo fiestas, está conviviendo, dicen: ‘si los políticos están en campaña y andan haciendo mítines, ¿qué me van a decir a mí?’” Iván habla con la voz gangosa y nasal de quienes nacen con el labio leporino, distorsionada, además, por el cubrebocas verde lima que combina con su uniforme que es del mismo color.

En este municipio mayoritariamente zapoteco, la gente tiene un sinnúmero de supersticiones, entre ellas que si te burlas de alguien vas a tener un hijo con el labio leporino o un hijo muxhe. Iván cree que su madre, Doña Roselia Castillo, en algún momento se burló de alguien porque él tiene ambas características. Iván nació con el labio leporino, y fue después de cinco operaciones en hospitales en Oaxaca, Orizaba y la Ciudad de México, además de asistir a terapia de lenguaje, pudo hablar sin dificultad.

Iván también es muxhe. Es muxhe ngii’u (hombre muxhe). “Los muxhes se dedican a cuidar a los papás, a darles todo el amor que tienen ellos. Es el hijo que no estudia, pero tiene un oficio, por ejemplo: hace los adornos para la fiesta del pueblo en mayo, que es el papel picado en forma de flores. “Yo soy muxhe pero me nació estudiar enfermería”, explica Iván. “Quería tener un estudio y un trabajo porque en la calle nos señalan. Nos dicen ‘muxhes sin gracia’ porque muchos de aquí emigran a la Ciudad de México, se van a prostituir y regresan con la enfermedad [el VIH/SIDA]”.

Iván es uno de los diez muxhe ngii’u que trabajan en este hospital. A diferencia de los muxhe gunaa’ quienes usan huipiles y enaguas, Iván y sus compañeros no se maquillan ni les gusta usar vestimenta femenina. Sólo a Andy, quien trabaja en la planta baja, en cirugía, le gusta maquillarse y rizarse las pestañas.

––¡Estuuuupidaaaa! ––le grita Andy a Iván––, con una voz afeminada que contrasta con su complexión corpulenta, enseguida lo rodea con su enorme brazo para dejar claro que es broma. A su lado, Iván, quien no mide más de un metro sesenta, se asemeja a un pitufo.

“Vemos tan natural la presencia de ellos [los muxhes] acá”, asegura Zaira Guzmán, de 46 años, la supervisora de turno. “Las mujeres se sienten en confianza con ellos porque saben que no se van a aprovechar de ellas y a los hombres no les da pena estar desnudos frente a ellos porque no son mujeres y anatómicamente tienen lo mismo”. Además, en el caso de Iván, habla zapoteco y forma una relación enfermero-paciente muy buena con las personas que tienen dificultad para comunicarse en español. “Tiene carisma y es muy buen compañero”. Sólo se alcanzan a ver sus ojos en su rostro, camuflado por un cubrebocas blanco y unos lentes de marco negro, , maquillados con una discreta sombra rosada, y con las cejas delineadas.

***

––¿Xhaxhi tu guetabingui laa? ¿Xhaxhi tu guetabingui laa?–– que se traduce como: ¿Van a llevar guetabingui? ¿Van a llevar guetabingui?

Así gritaba Iván, de niño, cuando salía a la calle con el enorme canasto al hombro, a vender los guetabingui recién horneados, su madre, Doña Roselia Castillo, sufragó la educación de los cinco hijos, aunque solo Iván quiso estudiar una carrera más allá de la preparatoria.

Para llegar al callejón de terracería donde Iván salía a vender los guetabingui, basta con decirle al conductor del mototaxi que me lleve a la Calle Libertad, después de la iglesia Cristo Viene. En este municipio donde las casas no tienen número y todos los vecinos se conocen, basta con preguntar dónde vive Iván, el enfermero, para encontrar el camino.

Es domingo y Doña Roselia está preparando los guetabingui que la han hecho famosa, no solo en el vecindario sino también en el hospital, ya que siempre manda a Iván al trabajo con un itacate lleno para compartir.

Son las once de la mañana y está concentrada en su labor. Desde la rama baja de un árbol, Bruno, un loro de cabeza azul y plumaje verde, observa atentamente los ingredientes que tiene dispuestos sobre la mesa: un plato de camarón, un recipiente grande lleno de masa de maíz y un tazón lleno de salsa de tomate, condimentado con chile guajillo y chile ancho.

“Está caro el camarón, a doscientos pesos el kilo. Antes costaba entre cincuenta y ochenta pesos”, se lamenta. Doña Roselia hunde la mano en la masa y la moldea en forma de bolita.

Deseoso de participar en la conversación, Bruno recorre la rama, asintiendo con la cabeza, como si diera fe de lo caro que está el camarón. Sus sonidos tienen la entonación del habla humana pero la mayoría son ininteligibles.

Bruno tiene unos cuatro años y un ahijado se lo regaló a Iván durante el año que pasó en Santa María Chimalapa, a cinco horas al norte de Juchitán,donde realizó su servicio social.

Doña Roselia se siente más tranquila desde que se vacunó el 22 de abril, el mismo día de su sexagésimo cumpleaños. “Ahora ya estamos saliendo un poquito. Antes, nosotros ya no salíamos para afuera, nada más puro adentro. Dos se murieron acá: una tía y un vecino”.

El vecino al que hace alusión es Diego, un muxhe de 43 años, amigo cercano de Iván, que vivía con su madre y se ganaba la vida vendiendo empanadas en el mercado. El 3 de mayo, al calor de los tragos, Diego le pidió a Iván el celular y comenzó a grabar. Si bien no habría vela en el 2020 sí habría pachanga. Ese día se encontraban reunidos Iván, sus hermanos, Doña Roselia, Diego, sus primos y otros familiares. Fluía la cerveza y Diego lucía una playera femenina, de tirantes, color azul pavo, y un pantalón turquesa, demasiado ajustado para su abultado vientre.

“¡Que viva mi culo!” exclamaba en zapoteco. ¡Viva el covid-19 y viva el covid-20!” Y enseguida estallaron las risas mientras comenzaba a tocar un son istmeño.

Cuatro meses después, se aferraba a la mano de Iván en una clínica privada y le suplicaba: “Ayúdame. Quiero respirar, pero no puedo”. Diego murió el 20 de septiembre.

Iván le ayudó a las hermanas de Diego a preparar el cuerpo. Iván quería que su amigo luciera un vestido, que se fuera a la otra vida como lo que era, un muxhe gunaa’, pero sus hermanas no lo permitieron y le pusieron un pantalón.

Doña Roselia ahueca ligeramente la bolita de masa, la unta de salsa, la rellena con camarones, le da forma con la mano, y la cubre con una capa de salsa, antes de colocarla en una lámina negra, previamente rociada de manteca líquida de cerdo.

Detrás de ella, está su enorme horno de leña, su posesión más preciada. El terremoto del 2017 la sorprendió en Huatulco, donde visitaba a su esposo, quien trabaja allá la mayoría del año. Iván dice que cuando llamó a sus hijos después del terremoto, preguntó primero por su horno y luego por ellos, y rompió en llanto cuando le dijeron que la gigantesca estructura de adobe, en forma de iglú, se había resquebrajado. Iván se afanó para juntar el dinero y mandar a construir otro.

Por primera vez desde que llegué, Bruno guarda silencio y se entretiene picoteando una bola de masa y un bodoque de carne deshebrada.

––Nunca he visto a un loro que coma carne —le digo a Iván—.
––¡Es un cochino puerco! Come lo mismo que estamos comiendo nosotros. Lo único que no come es tortilla–– responde––.

Iván le recorta periódicamente las alas para que no pueda volar y cuando lo hace debe taparle los ojos para que no vea. De lo contrario, según la creencia de las abuelas zapotecas, jamás volverá a hablar.

Me atrevo a creer que Doña Roselia y yo ya rompimos el hielo, entonces me aventuro a preguntarle sobre las intenciones de su hijo de independizarse para poder vivir libremente su orientación sexual. Axha´qui na guxhana lii (¿A poco yo no te parí?) le respondió a Iván la primera vez que hablaron, de manera franca, sobre su orientación sexual.

Iván mantiene una relación furtiva con un hombre casado y con hijos, que llega al hospital a recogerlo, en moto. Sus citas transcurren en la clandestinidad de un hotel. Doña Roselia no solo se niega a aceptar esta relación sino el hecho de que a Iván le gusten los hombres.

“Yo le digo [a Iván] que él no nació de eso, lo hicieron [muxhe], porque a él le gusta mujer”, afirma Doña Roselia. Iván se ríe y sacude la cabeza. “Por eso le digo que cuando quiera casarse, lo caso, pero con una mujer”.

Doña Roselia dice que tiene un tío que es muxhe, como también lo fue su bisabuelo, pero nunca vivió con su pareja. “Sí tuvo [pareja] pero a un lado, no dentro de la familia, eso ya es falta de respeto, traer a un hombre aquí”.

El día anterior, Zaira Guzmán, la supervisora de Iván, me había asegurado de que además de ser una excelente cocinera, Doña Roselia es una típica madre zapoteca, con tendencia a ser sobreprotectora. “Una vez [Iván] tuvo un problema y se iba a los convivios detrás de él, no lo soltaba”.

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Foto: Francisco Ramos

Con una rama larga, Iván saca los leños del horno y los coloca en el suelo. El horno ya está listo para recibir las seis charolas con 150 guetabingui, alineados cuidadosamente en filas de cinco.

Durante la media hora que tardan en hornearse, le pregunto a Iván acerca de las fotos que cuelgan en la pared del patio. La foto en blanco y negro de Emiliano Zapata la compró su padre en algún lugar y ahora sus ocho nietos piensan que es su abuelo. En la siguiente fila están las fotos, recientes, del cumpleaños de Doña Roselia, con trenzas y traje típico, y junto a ella los bautizos de los nietos.

Iván dice que tiene pocas fotos de su infancia porque se mojaron durante una inundación, hace unos años. Sólo sobrevivieron las fotos de tamaño grande de su graduación de la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca, donde estudió la licenciatura, y del Centro Universitario Mesoamericano, donde cursó la especialización en Geriatría y Rehabilitación, protegidas por un envoltorio de plástico polvoriento, colgadas en la sala, donde está el altar, con imágenes de la Vírgen de Guadalupe.

Ese día tuve el privilegio de degustar los primeros guetabingui que salieron del horno. Calientes y ligeramente crujientes, se me deshicieron en el paladar. Estuvieron deliciosos.

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Foto: Francisco Ramos

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Octubre de 2020

Ciro Nivón, de 27 años, es enfermero y trabaja en la clínica privada San Judas, mientras consigue una plaza en un hospital público. Tuvo que comprar su propio equipo de protección personal: overoles desechables, cubrebocas, careta y goggles, y aprendió los pasos a seguir para desinfectar todo el equipo viendo videos en YouTube, ya que en la clínica jamás le enseñaron los protocolos a seguir.

Desde el mes de abril su teléfono no había dejado de sonar. Casi siempre, los familiares del enfermo se enojaban con él cuando le preguntaban el precio de una canalización, de la colocación de un tanque de oxígeno o de los cuidados de un paciente de covid. Ciro, se armaba de paciencia y les explicaba que, como enfermero privado, había tenido que comprar su propio equipo, pagaba su propio transporte, no tenía seguro médico y lo que le pagarían ni siquiera bastaría para adquirir sus medicamentos si él se llegaba a contagiar. Muchos de los enojados le colgaban el teléfono, airados, comparaban los precios con los de otros enfermeros, y cuando veían que éstos eran iguales o más elevados, le volvían a marcar.

Ese día, Ciro se había colocado el equipo de protección en el patio de su casa, y se dirigía, en mototaxi, a la casa de un anciano que tenía un padecimiento no relacionado con el covid, cuando lo rebasaron dos hombres en moto que le gritaron: “¡Échenle ácido! ¡Tiene covid!”

“Hijo, no te preocupes. No te van a hacer nada. Ellos no saben”, le dijo una señora con aspecto benevolente que se acercó a consolarlo.

“Me entró mucho sentimiento. Yo decía: ¿por qué me agredieron si nosotros arriesgamos nuestra vida por salvar la suya? Ojalá no lleguen a enfermarse de covid porque van a necesitar un enfermero como nosotros”, recuerda Ciro. “Anteriormente, tenía miedo de ser agredido por ser muxhe o gay, pero ahora me agredían porque me acusaban de contagiar a las personas de covid por el simple hecho de tener el uniforme”.

En enero de este año, cuando fue su cumpleaños, se encontró por casualidad a su primo Francisco, en la calle, y compartieron unas caguamas banqueteras a modo de celebración. Un mes después, lo llamó su tía, angustiada. Francisco estaba agonizando. “Se contagió de covid. Cuando fui a verlo estaba en etapa terminal, estaba inconsciente. Me tocó instalarle oxígeno y ponerle sus medicamentos. Ya no me reconocía”. A los pocos días, la tía de Ciro lo llevó directo al panteón y ella sola lo sepultó, sin velorio.

“En esos días me tocó ver a muchos pacientes morir y a muchos recuperarse, pero eso me dolió mucho porque era un primo muy querido”.

A diferencia de sus colegas del IMSS, al mes de mayo de 2021, Ciro todavía no ha recibido la vacuna por ser personal de salud privada.

***
Todos los días, en Juchitán, las radiodifusoras tocan sones istmeños desde las 12 del mediodía hasta la 1 de la tarde. Se conoce como “la hora de la sandunga”. Cuando Ciro tenía siete años y llegaban las 12, se ponía la enagua de su abuela y comenzaba a bailar al son de la música.

“Agárrala así y así muévete”, le decía su abuela, cuando se equivocaba con los pasos. Ciro pensó que iba a decirle: “ponte la mano aquí, muévete como un hombre”, pero no. La abuela lo observaba y le agradaba la idea de que estuviera creciendo un muxhe en la familia.

“Aquí dicen que tener un muxhe en la familia es como tener una bendición, a su conveniencia, obviamente, porque el muxhe es el que se va a quedar con el papá, con la mamá, es el que va a ayudar en la casa y el que hace la comida”, explica Ciro. “Me llamaban la atención las enaguas, cómo mi abuela se peinaba y se vestía, cómo hacía el holán. De hecho, ella me enseñó a hacer holanes y así nació ese pequeño rol femenino que en mí tengo guardado”.

Años después, con el dinero que recaudaba con la venta de sus holanes, pagaría sus gastos de estudio y sus pasajes cuando hizo sus prácticas.

Ciro, un joven de ojos achinados y rostro rollizo, explica en qué consiste la muxheidad: “No es un género que acaba de surgir; viene de épocas prehispánicas. Por ahí se dice que los muxhes servían de objeto sexual para los soldados prehispánicos, ya que anteriormente a las doncellas no se les podía tocar hasta después del matrimonio, entonces los guerreros desquitaban su apetito sexual con un muxhe porque así respetaban al género femenino”.

Aunque varios de sus conocidos se refirieron a él como “el enfermero muxhe”, Ciro me aclara que hoy se auto-define como homosexual, no como muxhe. “Un gay se enamora de otro gay pero a una muxhe no le gusta otra muxhe, tiene que estar con un hombre como tal. Por eso ser gay es diferente de ser muxhe. A veces me preguntaba: bueno, ¿yo qué soy? ¿Soy muxhe o soy gay? Pero ahora ya definí lo que es ser muxhe y lo que es ser gay”, afirma Ciro.

En Juchitán hay vendedores y artesanos muxhes, enfermeros y contadores muxhes. Y desde hace cuarenta años, cada noviembre, los muxhes celebran su propia vela, La Vela de las Intrépidas Buscadoras de Peligro, a la cual asisten turistas y medios de comunicación de todo el mundo. Pero eso no quiere decir que Juchitán sea “un paraíso muxhe” como en ocasiones han asegurado los medios de comunicación.

La discriminación sí existe, explica Ciro, y se expresa, de manera evidente, en el plano afectivo. Los muxhes se relacionan con hombres que se autodefinen como heterosexuales, pero “tienen sus queveres a puerta cerrada, donde nadie se entere, porque si un muxhe vive con un hombre la sociedad no lo permite”.

Si un vendedor de comida, por ejemplo, vive con un hombre, los juchitecos dejarían de acudir a su puesto en el mercado “porque la gente dice que a lo mejor está haciendo cosas sexuales donde vende la comida”.

Después de una serie de relaciones efímeras, Ciro anhelaba un vínculo estable pero sentía que definirse como muxhe lo condenaría al mundo de los encuentros furtivos y clandestinos, y quizás a la prostitución.

“La mayoría de las muxhes no tienen una relación estable. Si quieren tener encuentros sexuales con un hombre, el hombre les cobra. Analicé las cosas y dije: quiero tener una relación sentimental pero el hombre me va a decir: ¿quieres tener algo conmigo? Pues dame dinero. No va a estar ahí porque me ama”.

Ciro sólo pudo decirle a su madre que era gay después de echarse unos tragos y armarse de valor. Le dio las gracias por haberle dado la oportunidad de estudiar, le dijo que la amaba pero que ahora debía dejarlo vivir su propia vida. “Ella esperaba que dijera: soy gay pero me voy a casar con una mujer”, afirma Ciro.

Hoy Ciro tiene una pareja estable con quien lleva más de un año. En la casa de su novio, la mamá y las hermanas del novio lo invitan a comer y lo reciben como un integrante más de la familia, al punto de que puede quedarse a dormir, pero en la casa de su mamá, su orientación sexual sigue siendo un tema tabú.

Julio de 2020

Nuevamente, los comerciantes accedieron al cierre temporal del mercado municipal para evitar los contagios. Pero ahora no tenían dónde vender ni en Juchitán, ni en los municipios aledaños, donde les habían vedado la entrada. Se habían quedado sin sustento y sin ingresos.

Las muxhes son cocineras, estilistas, artesanas, son las que elaboran los trajes cuando va a haber una fiesta, porque cuando hay una boda estrena vestido la novia, la mamá de la novia, y la mamá del novio. Las muxhes hacen los trajes y es una forma de manejar la economía entre nosotras. Pero como se suspendió todo, la economía quedó por los suelos, se cerró el mercado y muchas nos quedamos sin trabajo”, recuerda Yoselin Vásquez, una muxhe gunaa’ (muxhe que se viste de mujer), ella usa el pronombre femenino para referirse a sí misma y a sus compañeras. Hoy, luce un vestido largo de color verde oliva, al cual intenta darle forma con un relleno de espuma en el brasier. Su cabellera, recogida en un chongo, tiene el tono amarillo mostaza que adquiere el pelo negro con los tintes rubios.

Yoselin tiene una larga trayectoria de organización comunitaria. Cuando el terremoto de 2017 dejó a cientos de familias sin vivienda, hizo acopio de las donaciones de víveres que llegaban de las ONGs y asociaciones civiles de Oaxaca y Ciudad de México para crear un comedor gratuito para los afectados, aunque asegura que “se ganó el odio de muchos”, ya que no faltó quien la acusara de quedarse con las donaciones.

Un año después, cuando los juchitecos que viven con VIH/SIDA se vieron amenazados por un desabasto generalizado de antirretrovirales en el país, se unió con otras organizaciones civiles para exigir el suministro puntual de los medicamentos.

Hoy trabaja para Mexfam, parte de la vasta constelación de ONGs que trabajan con la población seropositiva de Juchitán. Allí, imparte talleres de salud sexual y prevención de las enfermedades de transmisión sexual, que ahora se realizan en línea, mientras dure la pandemia, y reparte condones entre la comunidad muxhe.

A pesar de ser una población inmunocomprometida, no se registró ni oficial ni extraoficialmente, la muerte de ningún muxhe con VIH/SIDA durante lo más álgido de la pandemia, lo cual Yoselin atribuye al hecho de que nunca dejaron de recibir sus antirretrovirales.

De hecho, cundió el rumor de que los antiretrovirales los estaban “blindando” de alguna forma contra el covid-19, y no tardó en surgir un mercado negro en el cual personas no seropositivas buscaban comprarles sus cajas de antirretrovirales hasta por quinientos pesos.

Temiendo que la desesperación económica pudiera inducirlos a vender el medicamento y poner en riesgo sus vidas, Yoselin acudió al presidente municipal y le exigió que apoyara a la comunidad muxhe con una despensa básica que ella se encargó de repartir de puerta en puerta: arroz, frijol, azúcar, sal, aceite, galletas, y leche.

A la edad de 14 años, su padre la descubrió besándose con un chico y puso el grito en el cielo. Con ganas de experimentar, pero sin quien la guiara, se inició en el mundo del trabajo sexual. “No era necesidad de trabajar lo que me llevó; quería tener relaciones sexuales. Dije: ‘hago lo que me gusta y saco provecho’”.

Empecé en una cantina. Iba a comprarme una cervecita, comenzaba a platicar y así se armaba el relajo. De ahí, me paraba en la carretera donde pasaban traileros, maestros, doctores, veterinarios…”

Pero una década y media después, el narcotráfico se había instalado en el Istmo de Tehuantepec y el trabajo sexual se había convertido en una ocupación de riesgo extremo. No había día en que la prensa no publicara una nota roja de mujeres trans torturadas y asesinadas con una saña indescriptible. Fue en ese momento que Yoselin, junto con sus compañeras, dejaron la carretera y las cantinas y ahora solo atienden a clientes, ocasionalmente, desde sus hogares.

Hace dos años, todavía ejercía desde mi casa. Tengo por ahí una casita de lámina y lona. Así no hay que pagar hotel”, afirma Yoselin. Cuando habla, vibra ligeramente su voluminosa papada.

Ahorita los jóvenes están regresando a la época antigua, ya no se quieren vestir de mujeres porque si te vistes de mujer te cortan las oportunidades”, afirma Yoselin. También ha existido mucha discriminación entre nosotras mismas. En un momento de borrachera nos decimos entre nosotras: “ni tu papá te quiere”. Dices eso y le estás clavando un puñal al otro porque se siente menos querido por el mundo en vez de echarle ánimos y decirle: “con el tiempo, tu papá te va a querer”.

Este trabajo fue elaborado en el marco del Programa Prensa y Democracia (Prende), de especialización en Subversión Cultural y Narrativas Queer, de la Universidad Iberoamericana, con el apoyo del proyecto de investigación “Narrativas, Periodismo y Regímenes discursivos de la Cultura”. Se publica simultáneamente en nexos y Perro Crónico.

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