Reina Maraz, boliviana, de piel oscura y sin entender español, es condenada a cadena perpetua en Los Hornos, Argentina, y tarda más de un año en recibir la visita de un intérprete que le indique en quechua, su lengua materna, el delito que se le imputa: el supuesto homicidio de su marido Límber Santos. Esta historia investigada y escrita para Perro Crónico por la periodista boliviana Nathalie Iriarte Villavicencio explora cómo la violencia de género, aunada al no dominio de la lengua dominante, produce formas de control, paternalismo y exclusión. Un zoom y una panorámica del principio de vidas prescindibles o nula vida de Giorgio Agamben.

Mana parlayta atiqtiychus, boliviana kaptiychus chayjinata. Wisk’ay kuwarqanku nini. (¿Por qué me encerraron? ¿Es porque no sé hablar español? ¿Es porque soy boliviana?).

Dos hombres uniformados la esposan, la meten a un auto con luces rojas y azules y la llevan a un cuarto sin ventanas, pequeño, oscuro. Reina Maraz Bejarano  –22 años, larga trenza negra, mejillas sonrojadas, piel morena y tersa–  no entiende nada, ni quiénes son esos hombres, ni por qué la encierran gritando palabras en ese idioma de blancos que ella no comprende.

—Mana parlayta atiqtiychus, boliviana kaptiychus chayjinata. Wisk’ay kuwarqanku nini.

(¿Por qué me encerraron? ¿Es porque no sé hablar español? ¿Es porque soy boliviana?)

Los policías la dejan encerrada en una carceleta de la comisaría de Florencio Varela, una de las villas de la periferia del Gran Buenos Aires con importante población boliviana. Nadie le explica nada, nadie le entiende nada.

Es sábado 20 de noviembre de 2010. Su suegro la ha invitado a quedarse unos días en su casa porque su marido no está –seguro anda en una de esas farras suyas que pueden durar varios días– y Reina ha pasado el día limpiando esa típica y maltrecha vivienda de villa bonaerense. Comienza a preparar el almuerzo y entonces pasa eso que no le deja tiempo ni para terminar la comida, ni para despedirse de sus hijos a los que quizás abrazaría y besaría fuertemente de haber sabido que no los volverá a ver más.

—¿Por qué me encerraron? ¿Es porque no sé hablar español? ¿Es porque soy boliviana?

En Reina confluían múltiples identidades que la colocaban en una situación de vulnerabilidad tremenda

Esas preguntas quedan sin responder. Nadie le explica nada, nadie entiende lo que dice. Reina pasa siete meses en la carceleta y su vientre va creciendo y creciendo hasta amenazar con un parto. Solo entonces la trasladan a la cárcel de mujeres Nº 33 de Los Hornos, en la ciudad de La Plata, Argentina. Allí pare a una niña a la que da un nombre y sus dos apellidos: Abigail Maraz Bejarano.

Pasa un año y cinco meses sin saber la razón de su encierro. En diciembre de 2011, la Comisión por la Memoria –institución que defiende los derechos humanos en Argentina– hace una inspección de rutina en Los Hornos y se entera de su caso. “Reina estaba en un estado total de indefensión cuando la encontramos. En Reina confluían múltiples identidades que la colocaban en una situación de vulnerabilidad tremenda”, dice el informe de la Comisión por la Memoria.

Las múltiples identidades a las que se refiere el documento son: mujer, boliviana, pobre, migrante, de piel oscura, quechua hablante, analfabeta y evangelista. La comisión pide un intérprete para Reina, pero la justicia argentina solo cuenta con intérpretes de inglés y francés. Finalmente encuentran uno de quechua y Reina puede escuchar por primera vez después de más de un año, en su lengua materna, el delito que se le imputa: el homicidio de su marido Límber Santos.

Solo entonces entiende que lo que pasa es más grave que ser mujer, boliviana, pobre, migrante, de piel oscura, quechua hablante, analfabeta y evangelista.

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FOTOGRAFÍA: NATHALIE IRIARTE V.

Un diseño hecho por mujeres (bolivianas y argentinas) que marcharon muchas veces en Buenos Aires exigiendo la liberación de Reina.
* * *

La historia de Reina es una sucesión de infortunios. Dos meses antes de que la apresen, ella vive la siguiente escena: su marido Límber llega a la casa borracho y le da una golpiza. La arrastra de los pelos, grita, rompe los pocos muebles que hay en el cuarto –un cubo de ladrillos que comparten cuatro personas–  y aterroriza a sus hijos Kevin y Fermín, que se esconden en un rincón mientras ven a su padre abrir la garrafa del gas vociferando que los va a quemar vivos a todos.

Los parientes de Límber, que viven en el cuarto de al lado, escuchan los gritos y salen a ver qué pasa. Le quitan el encendedor a Límber, pero al ver que no se calma tienen que llamar a la Policía, que llega cuando Reina y sus hijos ya han logrado escapar.

Él no los ha quemado vivos, pero ha dejado hecha cenizas toda la ropa que Reina posee.

Reina deambula por casas de amigos y parientes durante un par de semanas. Quiere trabajar, pero hablando solo quechua, le es muy difícil en Buenos Aires. Como no puede juntar dinero para volverse a Bolivia y tampoco tiene sus documentos ni los de sus hijos –Límber se los quitó cuando ella intentó irse por primera vez–  la opción de regresar a Bolivia no es viable.

Finalmente llama a su marido y le pide los documentos. Él dice que sí. Se reúnen en la terminal de Liniers para la entrega, pero Límber la convence de que vuelvan a vivir juntos y Reina, que no sabe ni comprar alimentos en la tienda sin él, como guía y traductor, termina aceptando.

En el nuevo hogar, Límber es el mismo borracho que gasta en alcohol el poco dinero que ganan y que golpea a Reina

La pareja y sus dos hijos quieren comenzar de nuevo: dejan el trabajo de cosechadores nocturnos de tomates y se van a vivir a un horno de ladrillos llamado “el horno de Chacho”. En el nuevo hogar, Límber es el mismo borracho que gasta en alcohol el poco dinero que ganan y que golpea a Reina, la misma chica temerosa que no habla una palabra de español y depende totalmente de su marido. Allí trabajan cortando y apilando ladrillos junto a dos familias paraguayas.

Pero pronto se sumará a la historia un nuevo vecino, un personaje que cambiaría la vida de todos: Tito Vilca.

* * *

(Tres años y medio después. Unidad Penitenciaria Nº 33 de Los Hornos, ciudad de La Plata, Argentina. Entrevista con la interna Maraz Bejarano Reina).

Como si estuviera a punto de abrir la jaula del animal más visitado del zoológico, una carcelera joven, rubia, de acento porteño, dice: “Reina siempre tiene visita, vienen de las universidades, viene prensa, gente de ONGs, mirá que es nuestra interna estrella. A la gente le gusta la historia de la boliviana que no sabe hablar,  jajaja… Ahora te la traigo”.

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FOTOGRAFÍA: NATHALIE IRIARTE V.

Reina y su pequeña Abigail, un día de tantos durante su encierro de seis años en la cárcel de Los Hornos, La Plata, Argentina.

Reina –su piel tersa de 25 años contrasta con sus ojos cansados y llenos de cataratas– entra a la oficina de la jefa de la Unidad, lugar cedido para la entrevista. Camina lento, la cabeza gacha, levanta tímidamente la vista y dice muy bajito y en español: “Hola…”. Se sienta y después de oír el saludo en quechua del intérprete, los ojos le brillan y devuelve el saludo sonriente: Imaynalla kachkanki (¿cómo estás?).

Luego pregunta si todos hablan quechua. Ante la negativa del intérprete ella dice con tono desesperado:

—Sho no, sho no, matar mana, inocente kani.

Lo que intenta decir en un quechuañol con dejos gauchos es: Yo no, yo no, nada de matar, soy inocente.

En la carpeta judicial de su caso aparecen dos acusados: Maraz Bejarano Reina y Vilca Ortiz Tito. El delito: criminis causa, homicidio doblemente agravado por el concurso premeditado de dos o más personas con intención de robo. El fallecido: Límber Santos, esposo de Reina y amigo “de chupa y farra” de Tito Vilca. La causa de la muerte: asfixia por obstrucción de las vías respiratorias. El móvil: Reina Maraz y Tito Vilca se unen para robar mil cien pesos (poco menos de cien dólares en esa época) a Límber, y para eso deben asesinarlo. Los testigos: -los únicos testigos- son Kevin y Fermín, de cinco y tres años, hijos de Límber y de Reina.

Tito Vilca era vecino de Reina y Límber. Trabajaba con ellos cortando ladrillos y rápidamente se convirtió en amigo de Límber. Ambos salían de copas después del trabajo y muchas veces Tito prestaba dinero a Límber para pagar las bebidas.

Reina dice que no llora por ella, sino por sus hijos que tuvieron que ver todo eso

Reina  –blue jeans, remera rosada, cola de caballo, zapatillas deportivas, todo ajeno a su look antiguo de cholita–  recuerda los meses que convivió con Tito Vilca como vecino:

—Tito era amigo de mi esposo. Yo no me llevaba bien con ese joven porque mi marido me entregó a él para que abuse de mí.

—¿Cómo que tu marido te entregó a él?

—Mi marido iba al baile con él y llegaban borrachos. Una vez el joven ese, Tito, llegó tarde a mi casa, a las cuatro de la mañana. Vino del baile y dijo: “Tu marido me ha mandado para que esté con vos porque me debe plata, tu marido se fue con otra a un hotel”. Eso dijo.

—¿Qué le dijiste vos?

—Yo no le creí. Él quiso violarme a la fuerza. Yo peleé, peleé mucho, pero me violó siempre. Aunque no vivía bien con mi marido hace rato, porque me pegaba, cuando abusaron de mí estaba embarazada. Estaba embarazadits de un mes, recién sabía. Mis otros dos hijitos despertaron asustados con el ruido y vieron todo lo que me hizo Tito. Lloraban y decían: “Mamá… mamá… ¿qué te están haciendo?”.

Reina se quiebra y llora, dice que no llora por ella, sino por sus hijos que tuvieron que ver todo eso.

—Y después, ¿le dijiste a tu marido que te violaron?

—Sí, hablé con él cuándo llegó por la mañana. Los encaré a los dos. Mi marido se lo negó. El joven Tito le dijo: “Tú me mandaste, no mientas, tú te fuiste con otra”,  y le dio un manazo a mi marido. Límber se quedó calladito.

Aunque entonces la discusión no llegó a mayores, Límber desapareció y lo encontraron muerto días después. Reina dice que cuando la apresaron no sabía que el cuerpo de su marido había sido encontrado sin vida en un basurero cercano a su casa. Solo sabía que su marido desapareció un día, que ella pensaba que era lo de siempre: se quedó por ahí tomando y ya volvería; que no volvió en varios días, que el 16 de noviembre, acompañada por su hermana –que sí habla español– fue a la Policía a poner la denuncia de la desaparición de su marido. Entonces, su suegro, Lino Santos, le dijo que se mudaran a su casa porque allí estarían mejor hasta que apareciera Límber. Pero Lino Santos ya sabía que la Policía había encontrado a su hijo con marcas en el cuello, visiblemente asfixiado y con las manos y pies maniatados.

Yo no les entendía nada. Me asusté mucho. Intenté decir que no hice nada, pero no me entendían

En cuanto Reina y sus hijos llegaron, Lino Santos los llevó a todos –a su nuera y a sus nietos– a la Quinta Comisaría de Florencio Varela, donde el subcomisario Martínez y el subcomisario Lanza les tomaron declaración.
Los niños dijeron que dos enmascarados entraron a su casa con cuchillos y pistolas, que su mamá estaba con ellos y que ella y Tito mataron a su padre con esos hombres. Primero dijeron que alguien disparó a su padre en la espalda, luego que alguien lo acuchilló en la pancita. En la autopsia, el cuerpo de Límber no presentó ninguna de esas heridas. Lo único que reportó el forense fue hematomas en el cuello, como signos de ahorcamiento.

Con ese único testimonio tomado como prueba, Reina fue internada en una comisaría durante siete meses y luego trasladada a un penal de mujeres.

—Los policías me amenazaron con arma. Pero yo no les entendía nada. Me asusté mucho. Intenté decir que no hice nada, pero no me entendían… Ahora sé que ellos creían que maté a mi marido. ¿Cómo puedo matar yo tan feo? Si él era más grande y siempre me pegaba. ¿Cómo? Si dicen que a él lo habían amarrado y que lo ahorcaron.

Pocos días después detuvieron a Tito Vilca bajo los mismos cargos. Tito tenía los dos celulares de Límber cuando fue retenido y luego, ante el vicecónsul de Bolivia, declaró que el día que Límber desapareció, ellos se habían peleado. Delante de otro compañero de celda, Tito también reconoció que había matado a Límber.

Pero Tito Vilca –por suerte o por desgracia– enfermó y falleció en prisión; y ante la justicia la única responsable que quedó fue Reina, que ha pasado casi seis años presa  –justa o injustamente– por la muerte de su esposo. Los ingredientes del caso son dignos de una novela detectivesca de Poe, pero en la realidad, la justicia argentina es una novelista mediocre: nunca hurgó en las profundidades del caso de esa forma irreductible en que lo hacen los detectives que narra el escritor norteamericano.

La muerte de Límber dejó muchos cabos sueltos. Según la psicóloga y trabajadora social Isabel Burgos, que visita a Reina regularmente, en la causa hay irregularidades.

—Los niños testificaron en contra de su madre, pero en Argentina la legislación vigente de protección de los derechos infantiles dice que ellos no pueden verse involucrados en esto. Además, el argumento para responsabilizarla por el homicidio está lleno de juicios misóginos. La familia del difunto prácticamente le endilga relaciones extramatrimoniales a Reina y lo peor es que la familia del difunto –y la policía– lo toman en cuenta como móvil del crimen.

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FOTOGRAFÍA: NATHALIE IRIARTE V.

Reina Maraz muestra su cédula de Identidad boliviana.
* * *

Antes de Argentina y de “hacerse mujer” con Límber, Reina era una niña feliz. Su vida consistía en caminar tres horas al día para ir y volver de la escuela y ayudar a criar cabras en el campo. Reina es la segunda hija de Genaro Maraz y Evangelina Bejarano, dos pastores del valle de Avichuca (provincia de San Lucas, Chuquisaca). Reina nació y creció en ese pueblo intrascendente que con dificultad es encontrado en los mapas de Bolivia.

En Avichuca –donde, hasta hoy, no llega la cobertura de telefonía móvil, ni internet, ni otros rastros del mundo globalizado– los Maraz Bejarano tuvieron seis hijos, “tres parejitas”, dice orgulloso el padre de Reina. La mayor de sus hijos fue Flora, luego vino Reina, Juan Carlos, Norma, Wilfredo y Moisés.
—Ayudábamos a pastorear, hacíamos queso, vivíamos paseando con los chivos en el campo, no conocíamos ni el pueblo, ni nada —recuerda Norma, la hermana menor de Reina, con alegría en la voz.

Desde la prisión argentina, Reina recuerda escenas similares.

—Sembrábamos papa, maíz, haba. Me gusta sembrar, aquí (en la cárcel) recién pusieron una huerta y me dejan salir a trabajar en las tardes. Sembramos lechuga, tomate y zanahoria.

Norma, Reina y su hermana mayor Flora, al igual que su madre Evangelina, vestían pollera, sombrerito y llevaban sus largos cabellos trenzados. Ninguna hablaba español.

Si no hablaban español en su pueblo boliviano era porque no lo necesitaban

El atuendo típico de cholita y el quechua como única lengua solo lo mantiene la mamá de Reina. Sus hijas escondieron las polleras y tuvieron que aprender español cuando fueron a buscarse la vida a Argentina. Allá compraron pantalones tipo jean, remeras y las trenzas las transformaron en colas de caballo.

—Aquí la gente nos miraba feo, por eso no nos vestimos de pollera. En el campo, vestíamos así, bonitas, pero aquí solo se puede cuando hay una fiesta de bolivianos o alguito así —cuenta Norma, que usó su primer pantalón de jean a los 19 años.

Si no hablaban español en su pueblo boliviano era porque no lo necesitaban. En casa de Reina, los hombres –su padre y sus hermanos– eran los que lo aprendían para ir al pueblo a vender lo que producían: carne, queso, leche, cueros. Reina y sus hermanas solo conocieron San Lucas, el pueblo más cercano, al cumplir los 16 años.

—Mi papá es hermano —dice Reina titubeando en español, tratando de explicar el oficio de fines de semana de su padre, que es pastor, no solo de cabras, sino también de una iglesia evangélica.

Don Genaro, que vivió toda su vida en la casita de barro de Avichuca, hoy sigue ahí, rodeado de unas cuantas cabras flacas, pero con la casita vacía: allí solo quedan él y su esposa Evangelina.

—Mis seis hijos se fueron a Argentina a buscar trabajo; decían que allá les iba a ir mejor y mire lo que pasó.

El tono de la voz se le quiebra unos segundos, pero vuelve enseguida tratando de oírse fortalecido y más varonil.

—Allá se fueron, tan grande allá… si yo no quería llevar a mis hijas ni “aquisito”, al pueblo grande, San Lucas, porque sabía que los hombres se aprovechan de las chicas de campo.

A pesar de su temor, don Genaro llevó a sus hijas por primera vez al culto de su iglesia cuando cumplieron 16. Las hacía caminar tres horas de ida y tres de vuelta para llegar a la iglesia a que aprendieran de Dios y supieran los rezos de la congregación que él guía, en quechua, cada sábado.

Toda la familia de Reina cree en Dios y rezan el padre nuestro en quechua. Cada vez que Reina habla con su padre –por teléfono y desde la cárcel– contesta a sus bendiciones con un “amén”.

* * *

En los sábados de culto en la iglesia evangélica de San Lucas, Reina conoció a Jesús de Nazaret, sus milagros y a sus santos apóstoles, pero también conoció a Límber Santos, que después de verla en el pueblo un par de veces, se la llevó para que fuese su mujer.

—No nos casamos, así nomás me llevó con él un día y ya no me devolvió más a mi casa. Me decía que me quería, era bueno. Su padre era cantante y a él le gustaba que vamos a verlo. Me gustaba estar con él.

Tres años y dos niños después, la relación cambió. Límber bebía y gastaba el dinero que ganaban y “se hizo malo”.

—¿Por qué decís que se hizo malo?

—Porque era celoso, se fijaba que llegue rápido de la casa de mi madre y si me tardaba, me pegaba. Decía que seguro me fui con otro hombre. Tampoco le gustaba que vengan mis hermanas a verme.

Reina temía a Límber, pero no era la única. Su cuñada Norma también le tenía miedo.

—Él siempre insultaba, decía puta, mierda, y esas malas palabras que dicen los borrachos. Decía que mi madre no nos enseñó nada y la retaba a Reina porque no sabía hablar. India le decía. Yo sé que la Reina sufría mucho con él —recuerda Norma.

La autoridad del pueblo dio autorización a Límber para realizar una inspección de los órganos sexuales de Reina

Las constantes acusaciones de Límber de que Reina le era infiel crecieron al igual que la gravedad de las golpizas y la precaria situación económica.

En 2009, Límber dejó a Reina con un niño recién nacido y enfermo, y se fue a buscar trabajo a Argentina, donde poco antes se había instalado su padre Lino y su hermana Florinda. Según Reina y su familia, él nunca mandó un centavo para sus hijos y Reina se ganaba el sustento vendiendo pollos a la broaster en el pueblo. Su padre, sus hermanas y un primo la ayudaban en lo que podían. La constante presencia del primo despertó habladurías en el pueblo y estas llegaron a Límber, que volvió de Buenos Aires a reclamar su lugar de marido después de dos años de ausencia.

—Volvió porque decía que Reina era infiel con mi primo y la llevó al médico para que le hagan un examen para ver si estaba embarazada o si había tenido otro hombre —cuenta Norma, hermana de Reina.

Toda la familia de Límber se enteró del problema marital basado en las acusaciones de infidelidad. En la organización del ayllu (comunidad en quechua), la familia extendida tiene voz y voto sobre los problemas de parejas o interpersonales y en este caso el pedido popular fue llevar el caso al corregidor. La autoridad del pueblo fue llamada y después de oír los alegatos dio autorización a Límber para realizar una inspección de los órganos sexuales de Reina. Después de una prueba de sangre y varias otras de palpación genital un médico de la clínica Potosí dio su veredicto: Reina no tenía signos de haber tenido relaciones recientemente, ni de estar embarazada.

Ante las pruebas Límber aceptó tomar a Reina como su mujer nuevamente y le dijo que se irían a Argentina.

—Yo no quería venir. Le dije: tanto tiempo estuviste en Argentina y no ganaste nada, a qué vamos a ir. Pero él me amenazó con llevarse a mis hijos y por eso me vine.

La pareja marchó a Buenos Aires en 2009 y al llegar pasaron unos meses en casa de Lino Santos, padre de Límber. Allí la recepción a Reina –la esposa recientemente acusada de infidelidad– no fue buena; los argumentos médicos sobre el desuso de los genitales de Reina durante la ausencia de su marido no fueron prueba suficiente para Florinda, hermana de Límber.

—Florinda siempre me insultaba, una vez me pegó a mí y a mis hijos. Ella decía que cuando Límber bebía, me pegaba y rompía todo era por mi culpa, que yo lo volví loco por haberle sido infiel en Bolivia. Yo nunca le miré a otro hombre.

* * *

—¡¡¡Visita para Maraz!!!

—Ahhh buscás a la india. Está en su celda, nunca sale de ahí.

—¡¡¡Llamala a la bolita boludaaa!!!

Un grupo de internas están paradas junto a los barrotes que se abren para dar paso al pabellón 4. Una de ellas, la que más habla y parece al mando, dice:
—A mí nadie me visita y a la india nunca le falta quien venga.

La mujer –pelo pintado de rojo, tatuajes en la mano y en el seno izquierdo, cicatriz en el brazo– alza a un niño de meses y le da de mamar. El pabellón de madres es el más acogedor de la cárcel. Las rejas están pintadas de verde agua. En la pared principal hay un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús, hay ropa de bebé colgada por todas partes, una mesa de madera larguísima, una cocina con trastos sucios, un refrigerador que suena como un tractor y las presas –observadas por una carcelera desde una torre–  están con sus hijos tiradas al sol en el patio.

Reina confiesa que lo peor del encierro es no ver a sus otros dos hijos

Reina sale. Es un punto blanco entre las demás internas. Sus rasgos indígenas junto con su mirada esquiva, su caminar lento, la cabeza gacha, el hablar bajito y miedoso, la diferencian de las otras, que hablan fuerte, se ríen a carcajadas, y se mueven como dueñas del terreno, cancheras, casi poderosas.

—Hola Reina, ¿te puedo sacar una foto?

—Ya.

—Piba, sácame a mí con ella, si somos amigas con la bolita, voy a ser famosa en Bolivia.

Una de las presas se acerca, pone el brazo alrededor de Reina y sonríe para la foto. Reina tiene un gesto de desconcierto en la imagen y sale mirando al brazo de la chica. Más tarde, en su celda, confiesa que es la primera vez que la pelirroja se le acerca en tono amistoso. Después del incidente de la foto pregunta:

—¿Y el traductor?

En la entrevista con traductor Reina habla rápido, imparable, explica todo. Sin su presencia se muestra insegura, tímida y hasta un poco triste. Entre señas y hablándole muy suave y sin frases elaboradas entiende lo que se le dice. Pero cuando se frustra y no puede hablar responde en quechua.

—¿Extrañás hablar quechua?

Ari (Sí, en quechua)

—¿Extrañas Bolivia?

—Sí, volver quiero.

—¿Qué es lo que más extrañas de Bolivia?

—Mi familia… la comida. Feo aquí es siempre.

—¿Qué te gustaba comer en Bolivia?

—Ají de fideo, pero no puede aquí ají. Me gusta picante de pollo, chuño, sopa de maní, eso.

Reina aprendió sus primeras palabras en español después de pasar tres años y medio privada de libertad gracias a su amiga Marina, otra interna boliviana y quechua parlante.

—Marina me decía “así se dice” y me escribía en un papel palabras en quechua y en español.

—¿Qué fue lo primero que te enseñó?

—Encargada, ¿me abre?, carcelera, eso.

Abigail aprendió a decir “carcelera”, la primera palabra que su madre supo decir en español

Reina necesita decir “encargada, ¿me abre?”, al menos cuatro veces al día para llamar a las carceleras cada vez que debe salir a la guardería, para llevar o recoger a su hija Abigail. Abigail Maraz nació en la Unidad Penitenciaria Nº 33 de Los Hornos, en la ciudad de La Plata, Argentina.

Abigail Maraz es hija de Reina Maraz y del encierro. No lleva el apellido de su padre muerto porque él ni siquiera llegó a saber de su existencia. Entre su básico vocabulario, y cuando tenía solo un año, Abigail aprendió a decir “carcelera”, la primera palabra que su madre supo decir en español.

—Abigail es bien boliviana porque vino al mundo un 6 de agosto —dice su madre con un tímido dejo de orgullo de boliviana que recuerda el día de su patria.

Reina –blusa estampada, blue jeans, zapatillas y cola de caballo– intenta lucir “occidentalizada” para evitar la mirada racista de sus compañeras de bloque. Esta ex amante de las polleras fue perdiendo ese look andino a punta de insultos, recibidos lo mismo en las calles bonaerenses, como en la cárcel de La Plata.

—Las presas me odian, me dicen: “todas las bolivianas son sucias”,  “boliviana concha tu madre”. Yo no sabía que era concha tu madre. Me dijeron que insulto de aquí es.

* * *

Reina confiesa que lo peor del encierro es no ver a sus otros dos hijos.

—No vi a mis hijos desde que me trajeron acá, quiero salir, irme a Bolivia, quiero juntarlos, ahora están separados, no conocen a su hermanita.

Después de llevar a los niños a declarar en contra de su madre, Lino Santos, suegro de Reina, se los llevó a vivir con él a Sucre. Reina cuenta que no le dijeron nada, que no firmó nada para que pudieran salir del país, que no sabe cómo lo hicieron. Solo sabe que no los volvió a ver más.

Genaro, padre de Reina, buscó a Lino Santos durante varios meses y lo encontró. Pero Santos se negaba a entregarle a los niños para que vieran a su madre. Genaro puso la denuncia en la defensoría de la niñez del municipio San Lucas, en Chuquisaca y el juez que vio a dos abuelos peleando por dos niños tuvo una salida que consideró salomónica: los separó. Entregó uno a cada abuelo. Después de eso Lino Santos cambió de casa y de teléfono y nadie supo más de él, ni de Kevin, el hijo mayor de Reina.

Fermín, el menor, ya tiene seis y vive en el campo con los padres de Reina.

Habla quechua y juega con las cabras, como solía hacer su madre cuando era niña. Reina habla con él cada vez que su padre puede llevarlo al pueblo, donde hay cobertura telefónica. De Kevin, el mayor, que ya debería tener ocho años, no se sabe nada desde hace tres años.

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FOTOGRAFÍA: NATHALIE IRIARTE V.

Mujeres bolivianas decían Munani Justiaciata -queremos justicia en quechua- en una de las marchas en favor de Reina.

Mientras cambia los pañales a Abigail en la pequeña litera que le sirve de cama, Reina dice que si no fuera por su “chiquita” que la acompaña en el encierro, ya se habría muerto. Abigail, de tres años, siempre está en los brazos de su madre en los pasillos de la cárcel o en las salas de visita y se pone aún más tímida cuando ve al intérprete de quechua o al director de la cárcel.

—Esa beba ha tenido una gestación muy dura y desde que nació solo conoce la cárcel de mujeres. Nunca ha tenido una figura paterna y tampoco está acostumbrada a ver figuras masculinas, es por eso que teme a los hombres, los ve como seres extraños —explica la psicóloga, Isabel Burgos.

Pero la tímida nena de ojos achinados, que se esconde en el regazo de su madre en las salas de visitas, es otra cuando entra a su celda –su casa, su espacio de confort, todo lo que conoce–. Ahí, es una niña inquieta, corre, salta, ríe, saca una muñeca, un osito de peluche, pinta mariquitas en un libro y habla una mezcla de quechua con español que, a veces, ni su madre entiende.

Abigail sale de la habitación/celda, cruza el comedor lleno de internas –una cocina fideos, otra saca leche del refrigerador y otra, con un vientre a punto de explotar, dormita– y sale a jugar en el pequeño resbalín que hay en el patio. Reina la mira con devoción y dice:

—Ella no sabe que está presa porque es chiquita, pero qué irá a decir cuando sea grande. Me da miedo que cuando cumpla cuatro me la quiten.

La legislación argentina solo permite que las madres convivan en prisión con sus hijos hasta esa edad.

Reina quita los deditos de Abigail de los barrotes, uno por uno

De repente se escuchan golpes en los barrotes de la reja y el grito:

—¡¡¡Se cierra el patiooooo!!!

Reina se levanta y comienza a recoger la ropa que tiene tendida en los alambres. Levanta un buzo rosado, un vestido de flores, medias pequeñitas y de colores. Se le cae una, pero Abigail va tras ella y la recoge.

—¡¡¡Se cierra el patiooooo!!!

Reina le dice algo en quechua y le hace una seña para que la nena entre a la celda. Abigail se agarra de los barrotes rojos y responde que no con la cabeza mientras le sonríe a la carcelera. Abigail oye el cantito al que está acostumbrada cada tarde y repite en coro con la uniformada: “¡¡¡Se cierra el patiooooo!!!”.

La carcelera la mira y se ríe. Las demás presas salen a recoger la ropa lavada y algunos niños las siguen. Dos nenas se ponen al lado de Abigail y se suman al coro: “¡¡¡Se cierra el patioooo!!!”.

Cuando de verdad se cierra, Abigail llora aferrada a los barrotes y las otras niñas la siguen. La libertad del patio acabó por hoy.

Reina quita los deditos de Abigail de los barrotes, uno por uno, la alza e intenta calmarla en sus brazos. La niña sigue llorando durante unos 15 minutos y finalmente se duerme. Su madre la lleva a su celda y la acuesta en su litera.

Reina, esa mujer que cuando la apresaron –justa o injustamente– no sabía nada, no entendía nada. Ahora dice que sabe algo con claridad:

—Sé que me encerraron porque no pude hablar, no pude defenderme. Sé que me quitaron a mis hijos porque no podía hablar para defenderlos, sé que Abigail nació en la cárcel por eso, sé que no voy a encontrar trabajo si no aprendo a hablar español y por eso quiero aprender y que mis hijos aprendan. Por eso voy a la escuela todos los días y ya estoy aprendiendo.

Reina trata de demostrar lo aprendido y recita:

—A, e, i, o…

Sonríe, se encoge de hombros y mira con temor, como niña que pide disculpas por no recordar la “u”.

* * *

(Ciudad de Quilmes, Provincia de Buenos Aires, Argentina. Noviembre de 2014. Tribunal en lo Criminal no 1. Reunión a efectos de juzgar el caso de Reina Maraz Bejarano.)

Reina ha pasado casi cuatro años en prisión. El primero en tomar la palabra es el fiscal. El hombre habla con tono grave, proverbial, argentino.
—Le anticipo que no tengo ninguna duda de la ejecución del hecho de mano suya. Aquel 13 de noviembre y a inicios del 14 de noviembre, usted y Tito Vilca acometieron a Límber mientras dormía, en un estado de indefensión. Usted permitió el ingreso de Tito Vilca. A la vez, uno sujetaba y el otro apretaba a modo de lazo el toallón, y mediante esa maniobra de estrangulamiento lo llevaron a la muerte.

Ya va ser mi turno y ahora por fin podrán entender lo que yo tengo para decir

Frida –una mujer de pelo canoso y de origen boliviano– traduce para Reina al Fiscal. Reina la escucha atentamente. Por primera vez, en cuatro años de prisión y papeleos, Reina tiene acceso a un juicio con un traductor que le dice, en su lengua, lo que está pasando. Ahora los sonidos como “homicidio”, “agravante”, “pericia”, o “alevosía”, tienen una explicación en quechua.

Reina parece inmune a la gravedad de las acusaciones. Su rostro no expresa emoción alguna. El fiscal sigue:

—En ese trance lo despojaron de una cantidad de dinero que el difunto Límber llevaba en el bolsillo del pantalón vaquero. Evidentemente se mató para facilitar el apoderamiento del dinero, en condiciones de indefensión.

Cuando el fiscal termina de hacer su intervención, Reina pide la palabra, dice algunas frases en quechua mirando fijamente al fiscal. La traductora repite en español:

—Ya va ser mi turno y ahora por fin podrán entender lo que yo tengo para decir.

Luego, cuando le dan la palabra, Reina titubea un saludo en español. Lo ha estado practicando.

—Primero, primero, primero saludo… a usted con respeto.

Su voz  en español es bajita, dudosa. Luego repite sus palabras en quechua, esta vez fuerte, segura.

—Les saludo con respeto y me disculpo porque hablaré en quechua. Es que solo sé poquito de castellano.

Lo que Reina tiene que decir –traductora de por medio– es que ella nunca quiso matar a su marido, que ella lo quería mucho a pesar de todos los maltratos, que no denunció los maltratos porque en Bolivia no había policía porque “eso” –la policía– no llega al campo, que el día que Límber desapareció se había peleado a los golpes con Tito, que Límber la dejó encerrada con candado toda esa noche, que ella hubiera querido tener un traductor cuatro años antes para explicar todo lo que pasó, que lo único que espera es que Dios haga justicia.

El fiscal pone en duda todo lo que Reina dice. Argumenta que Reina debió haber denunciado que su marido la golpeaba. A él le parece extraño que no haya ningún registro policial o médico para probar su versión.

También cuestiona que Reina no entienda el español, dice que usar una identificación cultural indígena no es más que una estrategia para salirse impune ante el delito. Para el fiscal, esto se sustenta en: que en Bolivia se habla español como lengua básica; que Reina había pasado un año en Argentina y allí debió aprenderlo; que en las entrevistas con psicólogos hechas en la cárcel, Reina nunca expresó que no entendía la lengua castellana.

El fiscal parece olvidar algo importante: Reina siempre tuvo un entorno familiar quechua parlante. Su marido, sus hijos, sus suegros y los parientes de su marido hablaban en quechua incluso viviendo en Argentina. La interacción de Reina con personas que hablaran español fue casi inexistente. De hecho, la dueña del horno de ladrillos donde ellos vivieron por casi un año, dirá luego en su testimonio que Reina solo decía hola y chau.

Condenamos por unanimidad a Reina Maraz Bejarano a la pena de prisión perpetua

El abogado defensor de Reina, José María Mastronardi, presenta su caso. La defensa se basa en probar que las declaraciones de los hijos de Reina no pueden ser admitidas como pruebas. Kevin, el hijo mayor de Reina, fue entrevistado un año después de la muerte de su padre. El video se proyecta durante el juicio. Allí se ve al niño hablando con una fiscal. Para las psicólogas presentes, el relato del niño mayor está lleno de contradicciones: las armas, las personas presentes y las maneras de transportar el cuerpo de Límber tienen varias versiones.

Además, las médicas declaran que en aquel momento el niño mostraba claros signos de fabulación, de guía de un adulto, de confusión y de falta de emociones, en su relato. Todo muy normal en niños de cinco años.

Al momento del veredicto vale más la versión del fiscal. Las juezas –tres mujeres argentinas vestidas de traje sastre– la creen a cabalidad y dictan sentencia:

—Condenamos por unanimidad a Reina Maraz Bejarano a la pena de prisión perpetua por resultar coautora penalmente responsable de los delitos de homicidio doblemente agravado con alevosía y para facilitar los delitos de robo.

Reina escucha la traducción de esas palabras de boca de Frida, su intérprete. Suspira. No llora, no reclama. Días después dirá:

—Yo no puedo creer que me van dejar presa toda la vida. No hicieron lo que me habían dicho. A mí me dijeron que iban a encontrar a quien mató a mi marido. Me dijeron que ahí en ese lugar hacían justicia. Pero nada.

Reina dirá que no recuerda qué sintió cuando escuchó el veredicto. Dirá que para ella todo se puso nublado y solo escuchaba ruidos que no entendía, voces en castellano. Pero luego recordará algo. Algo que dijeron en el juicio la había indignado.

Ese momento fue cuando su abogado, Mastronardi, explicó la “situación cultural especial” de Reina. Fue cuando su defensor intentó desacreditar la teoría del fiscal –de que Reina sí habla español y que finge no entender castellano para salir impune – diciendo:

—La mentira tiene patas cortas, tienen que entender que mi defendida es indígena, es analfabeta y ni siquiera pudo aprobar el primer grado que repitió varias veces en la Unidad Penitenciaria de Los Hornos. Eso quiere decir que su capacidad intelectual no le permite sostener una mentira tan elaborada por todo este tiempo.

El argumento defensor se basaba en la idea paternalista de que Reina no es intelectualmente capaz de mentir.

—Ya sabía que iba escuchar muchas mentiras en el juicio —dice Reina—. Sabía que dirían que maté a mi marido, sabía que iban a inventar que le quería robar lo poquito que ganábamos, todo eso sabía. Pero lo que más rabia me dio fue me digan burra y analfabeta. Ahí sí que me enojé mucho.
En la sentencia que la declara culpable, las palabras escritas en español asientan que Reina es analfabeta aunque Reina sí sabe leer y escribir, sí fue a la escuela, sí aprobó el primer grado y también el segundo, el tercero y el cuarto. Pero para la justicia argentina, haber ido a la escuela en quechua, no cuenta.

Nota: En diciembre de 2016, se presentó una apelación a la condena y Reina fue absuelta y declarada inocente por falta de pruebas. Aún espera que se solucione su situación migratoria para volver a Bolivia. Reina pide una compensación por los seis años que ha pasado presa junto a su hija Abigail. Todavía no le dan respuesta. La periodista que firma este texto sigue investigando el caso y pronto presentará un documental sobre el mismo.

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FOTOGRAFÍA: NATHALIE IRIARTE V.

La autora de este texto está produciendo un documental basado en esta historia. Aquí la imagen de una de las entrevistas, ya en casa de Reina.

12 thoughts on “La Reina de Los Hornos

  1. Es inaceptable como actua la justicia en america latina me da pena saber q las personas jusgan basadas en si realidad. Aquí hay muchos pueblos alejados donde no llega la comunicación niños q hablan su dialecto original sin saber nada de español y por ello son presa facil para deslumbrar…
    Ojalá pueda hacerse algo ppr reunir a esa familia q fuera de paagar por un.crimen deja desarmada una familia necesita.de su madre.

  2. La verdad creo k nuestro disque consul fue a dormir k no c preucupa d nadie ….la justicia de Dios no falla llegara pero nadie c va d sta tieerra sin pedir pendon …lo digo al suegro d reina t stas ocultando d justicia humna pero d Dios nunk tarde o temprano pagaras lo k iciste ….asta llore con semejante injusticia

  3. Realmente una historia muy triste y a la ves me da una impotencia al saber que en otros paises el hecho de que una persona hable un idioma indigena es llamado analfabeta. Espero que puedan darle justicia a esta pobre mujer que estuvo 6 años encerrada injustamente en la carcel

  4. El dolor más grande de cualquier padre es que nos arrebaten nuestros hijos… Es culpa de nuestras autoridades que suceda esto con esta ciudadana Boliviana

  5. Me indigna tanto saber de la injusticia que se ha cometido con Reyna. Argentina tiene 2 millones de migrantes bolvianos y deberia tener traductores de aymara y quechua; aun asi la discriminacion esta campeante.

  6. Qué historia más triste, lamentablemente la situación de vulnerabilidad en la que se encontró esta paisana es responsabilidad de un Estado inerte y pobre en la elaboración de políticas públicas de inclusión social.

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