Comida, No Bombas, un colectivo anarquista de Tijuana, recupera alimentos desechados y prepara comida libre de carne para repartirla gratis entre migrantes y personas sin techo. A algunos, el hambre los vuelve veganos.

Jesús lleva casi un año en el intento de volver a cruzar la frontera. Hoy tampoco lo logrará porque está esperando la hora de la comida vegana. Sí come carne; de hecho, le encanta, pero tiene hambre y aquí se come gratis. Está sentado en un pasaje de la calle Primera, en la Zona Centro de Tijuana, y junto a él una veintena de personas espera a que den las 5:00 para que lleguen los frijoles, el arroz, el caldo de jitomate o la sopa de cebolla. Estos son algunos de los alimentos sanos que ofrece el colectivo Comida, No Bombas en el centro social autónomo Enclave Caracol, que se autodenomina anarquista. Faltan 10 minutos para que empiece el festín.

La discriminación por motivos estéticos también aplica para los vegetales: si tienen alguna imperfección o una forma rara, no pueden exhibirse en los estantes de los mercados y supermercados y se tiran directamente. Así sucedía hasta que los integrantes de este colectivo empezaron a rescatar frutas y verduras desechadas y en buen estado para preparar platillos veganos y vegetarianos que distribuyen gratuitamente de lunes a jueves a cualquier persona que tenga hambre. Llevan siete años haciéndolo.

Todos los días, migrantes, viajeros y personas sin techo transitan este pasillo urbano junto a la línea fronteriza. Jesús, de 50 años, tenía 39 cuando lo deportaron de Estados Unidos. Pasó la mañana en el Desayunador Salesiano del Padre Chava. “Allá sí dan carnita”, dice entre risas. Hace cinco meses que descubrió el comedor vegano. Normalmente, la fila es de entre 80 y 150 personas al día, así que toma sus precauciones: “Llego hasta media hora antes y a veces un poco más”.

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“Aquí no se cocina carne porque no hay”.

Dos horas antes de la repartición de comida, Nacho ultima detalles en la cocina del centro comunitario Enclave Caracol, en la primera planta de un edificio de cuatro pisos donde también hay una fanzinoteca, una barra de café, sillones, mesas y sillas. En los niveles superiores, se imparten talleres de danza haitiana, ballet, lengua de señas y meditación. Así lo explica un pizarrón de actividades en la entrada.

Nacho y otros dos compañeros llegaron de la Ciudad de México a Tijuana hace un mes y medio con la idea de abrir un taller comunitario de bicicletas en Enclave Caracol. En un principio no tenían donde quedarse, así que Chris y Betania, los encargados del lugar, les ofrecieron hospedaje aquí mismo y alimentación gratis a cambio de involucrarse en el proyecto de Comida, No Bombas.

Nacho prepara la ensalada. Explica que solo van dos veces a la semana a los mercados para recolectar vegetales: “No es una tarea muy complicada, pues nos tienen ubicados y hasta nos apartan cajas de frutas y verduras”. El alimento siempre es abundante. “Hay que separar, limpiar y almacenar lo que cocinaremos. Así evitamos desperdicios”.

La cocina está repleta de cajas apiladas de naranjas y tomates. Algunos ya tienen un pedazo ennegrecido que se corta y desecha; lo demás está en su punto. El postre de hoy: naranjas en gajos. En la estufa humean dos ollas de tamaño industrial, una con frijoles en caldo y otra con arroz perfumado con especias.

“Al tener un poco de imaginación y práctica con la comida vegetariana y vegana, pueden salir cosas bien ricas y sanas”, dice Nacho mientras espera a que termine de cocerse lo que está en el fuego.

No es vegetariano, pero su dieta diaria sí lo es. “No me acuerdo de la carne, solamente cuando salgo a la calle y me llega el olor de los puestos de tacos, me doy cuenta que no soy vegetariano”, bromea Nacho.

“Aquí no se cocina carne porque no hay, y está chido que no sea una prohibición; por ejemplo, ahí hay un pavo y lo vamos a preparar en algún momento”, confiesa con el dedo hacia el refrigerador.

Lo que sí le sorprende es que en muchos restaurantes de comida vegetariana o vegana los precios sean poco accesibles, aunque la materia prima sea mucho más económica que la carne. Ser vegano se ha vuelto cool para algunos, y eso hay que pagarlo. “Dependemos de un chingo de cosas. Está fuera de nuestras manos nuestra propia alimentación”.

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ILUSTRACIÓN: Juan María León

Comida No Bombas

“La consumo bajo mi propio riesgo, aunque siempre pensando en mi salud”

En el segundo piso de Enclave Caracol, a unos minutos de servirse la comida, Betania prepara su vestuario para un performance que hará más tarde. Beth, como le dicen sus amigos, llegó aquí hace dos años en busca de un espacio para realizar un evento con perspectiva de género. Medio año después participó en un encuentro de Comida, No Bombas donde conoció a uno de los cofundadores de la red global Food Not Bombs que inició sus actividades en 1980 en Cambridge, Massachusetts.

Ahí supo que los primeros promotores fueron activistas antinucleares que vivían en una comuna frente a una fábrica de armas en Estados Unidos. Comenzaron a preparar comida en lugar de producir explosivos como una respuesta a la violencia generada por la guerra. Su filosofía era que los conflictos armados, y por ende la producción de armas, terminaba afectando a los sectores menos favorecidos.

Betania recuerda que en aquella reunión también se discutió entre colectivos la posibilidad de cocinar alimentos veganos y vegetarianos como postura política del movimiento para criticar la industria ganadera, la violencia contra los animales y la contaminación derivada de gases tóxicos. Además les preocupaba el desperdicio de agua necesario en la crianza. Para sustentarlo, cita un artículo publicado por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) en 2012 que revela que se requieren 15 mil litros de agua para generar un kilogramo de carne.

Betania tampoco es vegana ni vegetariana, pero dice que los productos de origen animal que se venden en las ciudades suelen contener muchas hormonas. La carne puede estar llena de toxinas, pero a ella le gusta. “La consumo bajo mi propio riesgo, aunque siempre pensando en mi salud”, dice. “Me parece muy importante ir también deconstruyendo la idea de que solo a través de las carnes se puede consumir proteína. Creo que existen muchas alternativas, granos, semillas, frutos secos, en los cuales se puede también adquirir esos nutrientes, y creo que estamos todavía en esa exploración”.

Un piso más abajo, en el pasillo de atrás, Nacho y otros tres compañeros ya están repartiendo comida.

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ILUSTRACIÓN: Juan María León

Tirar, vender
“Desde que vengo aquí ya no extraño la carne”

Son las 5:15 de la tarde y en el pasillo detrás de Enclave Caracol unas 30 personas ya tienen su plato en las manos, mientras otras 80 hacen fila esperando su turno. Algunos comen sentados en el piso. Tres mesas plegables son el soporte para las ollas con frijoles en caldo, el arroz perfumado, una bandeja grande con la ensalada y una más con las naranjas en gajos y agua de melón. En la mesa contigua, hay agua limpia, jabón y un escurridor de trastes.

Los platos pasan de izquierda a derecha hasta llegar llenos de comida a las manos del comensal. Cada voluntario se encarga de servir algo. “De postre, pueden tomar cuanto deseen”.

Guillermo, originario de Michoacán, viene a comer al colectivo desde que llegó a Tijuana hace cinco años. Se acuerda de que al principio no eran más de 10 personas comiendo aquí. “Sí ha crecido la demanda”.

Algunos de los que terminan de comer vuelven a formarse, pues se puede repetir la porción. Aunque los cubiertos, vasos y platos son desechables, aquí se reutilizan. Los que ya han saciado el apetito se unen a la fila para lavar su traste. Primero meten los utensilios al jabón, después al agua y directo al escurridor. Si quedan con residuos de comida, otro de los voluntarios da una segunda enjuagada.

Nacho tiene a su cargo la olla de frijoles y recibe una porción de platos recién lavados: “¡Necesito más trastes!”, grita.

Después de la comida, algunos se sientan en los alrededores a reposar. No falta un “gracias” o un “Dios los bendiga”.

Al igual que Jesús, Guillermo también va a desayunar con el Padre Chava, donde “sí dan carnita”. En realidad, Guillermo valora el esfuerzo que los voluntarios hacen cada día para que los “sin techo” como él puedan llenar el estómago: “La gente agradece. Sea lo que sea, frijoles, arroz, pero agradece”.

Incluso está orgulloso de haberse vuelto “casi vegano”.

“La carne tapa las arterias y todo eso te hace daño. No debes comer carne roja, pero la gente la come. Desde que vengo aquí ya no extraño la carne”.

Se mete un par de gajos de naranja en la boca y, satisfecho, continúa su camino.

Este trabajo fue elaborado durante el Taller de Nuevas Narrativas Periodísticas en Tijuana, impartido por Federico Mastrogiovanni y Sergio Rodríguez Blanco en Ibero Tijuana. El taller formó parte del proyecto PRENDE Itinerante de profesionalización en periodismo y fue organizado por la Fundación Rosa Luxemburg, Taller INN y la Universidad Iberoamericana.
Edición: Sergio Rodríguez Blanco y Federico Mastrogiovanni
Revisión editorial: Beatriz de León

2 thoughts on “Migrantes y sin techo: los nuevos veganos

  1. Me encantó la crónica, algo diferente que se puede hacer por los inmigrantes, alimentación sana y una agradable historia, saludos y sigan escribiendo que lo hacen muy bien!

  2. Gracias por este artículo muy útil para mostrar una alternativa concreta de lo que hace un colectivo que tiene como preocupación la alimentación de migrantes o personas con necesidad desde una perspectiva mas sana. Lo usare en mi clase de Persona y Humanismo.

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