Claudia García es una enfermera trans en Ciudad Juárez. Este perfil explora sus grandes y pequeños actos de rebeldía en medio de la pandemia por covid.

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Foto: Itzel Aguilera

Con pocas fuerzas, desde una cama en el área de covid del Hospital General de Ciudad Juárez, un anciano intentaba descifrar los rostros de las enfermeras que monitoreaban periódicamente sus niveles de oxígeno.

Los médicos y enfermeras del área de covid no tienen cara. Parecen astronautas en plena exploración lunar: envueltos en un overol de tela amarilla, más dos overoles desechables —uno azul y otro blanco—, dos cubrebocas y dos pares de guantes de látex. Tal es la frágil armadura que los separa del virus que ha causado estragos en todo el mundo y en esta ciudad fronteriza.

De la enfermera que lo cuidaba ese día, el paciente sólo sabía dos cosas. Una era que se llamaba Claudia, pues llevaba el nombre escrito en letra grande y clara en la parte superior izquierda de su overol. La otra, que se delineaba los ojos con “línea de gato”, con un trazo desde el piquito del lagrimal hasta la nariz y otro, más grueso, apuntando ligeramente de la punta del ojo hacia la ceja.

La enfermera, Claudia García, también sabía dos cosas acerca de su paciente: era viudo —su esposa había fallecido antes de que estallara la pandemia— y su pasatiempo favorito era ir al parque con ella y ver las sonrisas en los rostros de los paseantes.

—No sé si ustedes están sonriendo o no y me gusta mucho ver sonreír a la gente, dijo el paciente.

Sin pensarlo dos veces, Claudia se bajó el cubrebocas, dejando al descubierto sus labios finos pintados de rojo carmesí. El anciano pudo comprobar que Claudia es una de esas personas que no sólo sonríen con la boca, sino también con los ojos .

—Me ha hecho tan feliz —le dijo el anciano a la enfermera.

Era viernes. Cuando Claudia regresó al trabajo después del fin de semana, la cama ya había sido desinfectada y se encontraba ocupada por otro paciente. El anciano, cuyo nombre no recuerda, había pasado a formar parte de una estadística: 7,450 muertos por covid en el estado de Chihuahua desde que inició la pandemia.

[El regaño]

El día que se bajó el cubrebocas para que su paciente pudiera verla sonreír, no sería la primera ni la única vez que Claudia quebrantaba las reglas. Un día, se percató de que ocho pacientes de la tercera edad apenas comían.

—¿Por qué no come?

—No quiero comer. La comida no me sabe.

—¿Y si le traigo un caldito sí se lo come?

—Sí.

Claudia, que ama cocinar, regresó a casa, preparó un caldo de res y lo ingresó al área de covid, a escondidas, en un tupperware, junto con unos platos desechables. Lo repartió entre sus pacientes.

—Ándele señor, usted me dijo que si le traía caldo iba a comer.

—La van a regañar.

—Lo voy a regañar a usted si no se come el caldo. Lo hice yo.

El anciano no se equivocó cuando vaticinó que a Claudia le caería senda regañina.

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Foto: Itzel Aguilera

[¿Vienes cansada, verdad?]

En el estado de Chihuahua, durante la primera semana de noviembre de 2020, la pandemia rompió récord en decesos, con setenta casos en veinticuatro horas, cuarenta y siete de ellos en Ciudad Juárez, según la Secretaría de Salud estatal. El tío abuelo de Claudia, que ingresó al Hospital General de Ciudad Juárez en estado grave y murió dos días después, forma parte de esa cifra.

—Afortunadamente, no me tocó [atenderlo]. Hubiera sido muy difícil —me dice Claudia.

Chihuahua regresó al semáforo rojo epidemiológico y el día 6 de noviembre, el gobernador, Javier Corral, decretó una restricción total de la movilidad durante 59 horas consecutivas para evitar “una tragedia colectiva”.

En los hospitales públicos de Chihuahua había mil seis pacientes internados por covid, y el personal médico estaba a punto de quebrarse bajo la presión. Claudia llegaba a casa ojerosa y con el rostro marcado por el cubrebocas, después de extenuantes jornadas de ocho horas, durante las cuales ella y sus compañeros ni siquiera podían tomarse un vaso de agua.

—Mi esposo me veía y me decía: vienes bien cansada, ¿verdad? —recuerda Claudia.

Al día siguiente de que su esposo la viera llegar exhausta a su casa, el celular de Claudia, envuelto en una bolsa ziploc, rompía el silencio del área de pacientes intubados y el monótono bip-bip de los monitores con ritmos de bachata, cumbia y reggaetón…

—¿Ya vas a empezar? —le preguntaban sus compañeros.

En los días en que Claudia y las otras enfermeras les acercaban a los pacientes un celular para que estos pudieran despedirse de sus familiares con una última videollamada, los ritmos tropicales quizá les recordaban que afuera del área de covid había algarabía, fiestas, seres queridos por quienes valía la pena luchar. Claudia cuenta que cuando les ponía música a los pacientes intubados, el trazado isoeléctrico de sus signos vitales en el monitor comenzaba a cambiar.

[Mucho valor]

Johana Escárcega, la jefa inmediata de Claudia, realiza tareas administrativas en una diminuta oficina junto a la entrada al área de covid. De su rostro, cubierto por un cubrebocas blanco, únicamente son visibles los ojos castaños y las cejas pintadas con un trazo grueso de tono café. Se ríe cuando recuerda estas anécdotas, pero también expresa admiración por el hecho de que cuando el estado de un paciente se vuelve crítico, Claudia es de las pocas enfermeras que está dispuesta a intubar.

—Se necesita mucho valor porque estás en la vía aérea del paciente, donde está el virus y te expones a infectarte. Pero ella ve que se le pone mal un paciente y no espera al anestesiólogo. Para hacerlo se necesita preparación y práctica —dice la joven enfermera. Ella conoce a Claudia desde que está ingresó al hospital como pasante hace una década.

Un enfermero se asoma a la puerta.

—¿Tienes un tanque de oxígeno aquí? —pregunta, y rápidamente se va. Minutos después entra otro a pedir que le firmen un documento.

Con la mirada pensativa, María Dolores del Hoyo —Lola, para los amigos—, la otra jefa de Claudia, se ha retirado momentáneamente el cubrebocas, dejando al descubierto un rostro de tez clara con pecas suaves.

—Los pacientes le agarran mucho cariño [a Claudia] porque es muy abierta, extrovertida, platicadora y muy buena trabajadora. Yo soy muy seria. Vas y los tratas bien y todo, pero ella profundiza más con ellos. En la pandemia nos dimos cuenta de que cuando se sienten deprimidos evolucionan más, entonces sí les ayuda que alguien les esté dando ánimos y los saque un ratito de su enfermedad —cuenta Lola.

[Siempre me gustó ese nombre]

Febrero de 2021. El semáforo epidemiológico de Ciudad Juárez ha pasado de rojo a amarillo, mientras que el resto de Chihuahua pasó a naranja.

Después de cada turno, Claudia recorre en coche un camino de unos cuarenta minutos para llegar a su casa. A un costado de la carretera por donde transita, fluye el Río Bravo, que en estos días está seco y es apenas visible. Las barras metálicas del muro fronterizo se extienden a través del desierto como una enorme cicatriz. Al caer la noche, los helicópteros de la migra sobrevuelan el muro en busca de indocumentados.

A medida que avanza hacia el sur de la ciudad, durante su trayecto a casa, Claudia pasa gigantescas maquilas, muchas de las cuales jamás detuvieron sus labores, ni siquiera cuando Chihuahua se encontraba en semáforo rojo, y que se convirtieron en grandes focos de contagio.

Entre una maquila y otra, Claudia ve lotes baldíos llenos de llantas rotas, basura y ripio, donde han aparecido los cuerpos de cientos de mujeres jóvenes y adolescentes, muchas de ellas obreras de la maquila, desde inicios de los noventa.

Por las grandes avenidas circulan autobuses escolares estadounidenses que han sido reciclados para transportar a los trabajadores de las maquilas a unidades habitacionales periféricas, poblados por hileras de casas, todas idénticas, como diminutas cajas de cerillos.

En una de esas unidades habitacionales se encuentra una casita con la fachada pintada de verde oliva pálido. Allí vive Claudia, sola, tras su reciente divorcio.

Son las once de la mañana. A esta hora, Claudia ya se ha tomado las cinco tazas de café americano que la energizan para empezar el día, y ha limpiado la casa.

Al cruzar el umbral de la puerta sobresale una pecera rectangular, demasiado grande para tres pececitos. Había más, pero perecieron hace unos días durante los apagones de luz que causó la tormenta invernal en Texas, al otro lado de la frontera.

En un pequeño cuarto, a mano izquierda, sentada en un sofá anaranjado junto a un muñeco de trapo del Chavo del Ocho, Claudia se alista para ir al hospital. Ya se aplicó la base de maquillaje en el rostro para cubrir “los estragos de la vida”, como ella dice.

Esos “estragos” son las ojeras que produce el cansancio, y también las marcas del vello facial que antes tuvo, los vestigios de una vida anterior en la que ella no era Claudia sino Samuel García, el nombre con el que fue bautizada y que todavía figura en su título y cédula profesional. Claudia todavía se encuentra inmersa en un laberinto burocrático en el cual se le exigen peritajes psicológicos y un sinfín de documentos que avalen que estaba cuerda cuando decidió dejar de ser Samuel y convertirse en Claudia.

—Siempre me gustó ese nombre. Todo el mundo me preguntaba: “¿cómo te vas a llamar? ¿Melissa? ¿Rubí?” Y yo decía: “No, no me gustan esos nombres; son muy obvios y yo nunca voy a ser así”.

Claudia se enchina las pestañas con una cuchara, viéndose en el espejo de su palette de sombras de ojos de color tierra, su favorito.

—Nunca aprendí a usar el rizador; para mí es muy difícil —dice entre risas.

Cuando levanta el brazo, se asoma el tatuaje de un trazo isoeléctrico con un corazón.

—Me lo hice hace un año. Son los latidos de nuestro corazón que nos guía.

Agrega que tiene otros que no son visibles y suelta una risita traviesa.

Sobre una mesita, junto a la puerta, está el ejemplar de Yo después de ti, la segunda novela de la trilogía romántica de Jojo Moyes, que Claudia devora por las noches cuando regresa del hospital.

—Perderme en un libro es mi forma de liberarme de la presión.

Su otra válvula de escape, antes de que la pandemia provocara el cierre temporal de bares y restaurantes, era ir al Pockets los fines de semana con sus compañeros de trabajo, a comer alitas de pollo y tomarse unos tarros de cerveza o unos shots de tequila.

La convivencia con sus compañeros de trabajo es tan estrecha que Claudia asegura que son “una familia” y describe el hospital como su “segunda casa”.

Johana Escárcega, su jefa inmediata, cuenta que Claudia acudió al bautizo de su bebé recién nacida y visita su casa con tanta frecuencia que su madre la trata con familiaridad.

—Mi mamá la conoce de mucho tiempo y al principio me decía: “¿Es tu amigo o tu amiga?” Ahora ya me dice: “¿va a venir tu amiga?”. No era rechazo, sino más bien ignorancia, porque nunca habían convivido con una persona así. Pero nunca han tenido prejuicios y le abrieron las puertas de la casa como a cualquier otra persona.

Cuando habla sobre Claudia, tanto Johana como Lola usan indistintamente los pronombres “él” y “ella”, y en más de una ocasión se les escapa un “Samuel”, porque dicen que todavía no se acostumbran a llamar a Claudia por su nuevo nombre.

[Pura mujer mujer]

Junto al libro de Jojo Moyes en la mesita de Claudia está la foto enmarcada del día en que se graduó como enfermera en la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, en 2015. La flamante graduada sale retratada con toga y birrete, con el cabello suelto a media melena, junto a sus padres y Óscar, su hermano menor.

—Cuando yo estudiaba no te permitían maquillarte. Ibas a la escuela con la cara lavada, el cabello recogido, el uniforme bien planchado y los zapatos blancos. Hasta te decían “desabróchate el uniforme”, para ver si llevabas ropa interior blanca, o “sus zapatos están sucios, límpielos, señorita”.

En la foto de graduación aparece visiblemente más llenita. Su transformación física vendría después: primero la manga gástrica que le ayudó a perder unos sesenta kilos, luego la hormonización que suavizaría sus facciones y cinco cirugías que la transformarían en Claudia.

Ha sido un proceso gradual, acompañado por un psicólogo, como la lenta transformación de una oruga en mariposa, y todavía tiene algunas cirugías pendientes.

—Siempre voy a ser Samuel García, porque antes de ser Claudia fui Samuel. Samuel siempre fue muy feliz; siempre se lo voy a agradecer, porque si Samuel no hubiera hecho su vida como él quería, Claudia no existiría.

Claudia asegura que sus profesores siempre le advirtieron que jamás podría llegar maquillada a un hospital, pero que jamás se sintió rechazada por su orientación sexual ni por su identidad de género, igual que hoy, en su trabajo, donde organiza viajes a la playa con sus compañeros y recibe regalos de los pacientes que lograron salir del área de covid.

Pero Nasho Díaz, quien conoce a Claudia desde hace diez años, cuando regenteaba antros de la comunidad LGBT a los que Claudia acudía, cuenta que la enfermera sí tuvo que luchar para lograr la aceptación de sus jefes.

—Llegaba al Hospital General y, oh sorpresa, la veía “de niño”, como ella decía, sin maquillaje y con el cabello engominado y peinado hacia atrás, porque algunos jefes no le permitían ser como es, y sí hubo discriminación dentro de la misma institución. Hasta después, con base en su trabajo, logró llegar un poquito maquillada.

Lola, una de las jefas de Claudia, reflexiona por unos segundos cuando le pregunto sobre la discriminación a la que alude Nasho y luego responde:

—Nunca vi que hicieran alguna referencia [a su orientación sexual e identidad de género] a excepción de un doctor, ya mayor, que se tuvo que ir por vulnerabilidad y aún no ha regresado. No le gustaba que [Claudia] se cambiara en el vestidor de hombres, porque ya andaba con ropa interior de mujer. Decía que debía cambiarse en el de mujeres, pero no se podía porque ahí sí íbamos pura mujer mujer.

Posteriormente agrega que el médico “sólo hacía los comentarios ahí en el momento” y nunca presentó una queja formal.

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Foto: Itzel Aguilera

Johana, la otra jefa de Claudia, agrega, a modo de aclaración:

—Cuando se suscitaba eso, Claudia [todavía] no era trans, era gay nada más. Su transformación de mujer ha sido muy reciente; entonces él era un hombre y los hombres se cohibían porque era gay. Ahora que es mujer, tiene que cambiarse en el [vestidor] de mujeres porque tiene un cuerpo de mujer.

Con el paso de los años, Nasho cambió el mundo del ocio nocturno por el activismo y hoy dirige el Consejo para Prevenir la Discriminación en Ciudad Juárez (Comupred). Asegura que antes de Claudia se sometiera al proceso de reasignación de sexo, sus rasgos toscos y el maquillaje que todavía no aprendía a aplicarse con la misma destreza con que lo hace hoy suscitaron mofas por parte de algunos integrantes de la misma comunidad LGBT.

—Muchos decían: “te pintaste” en vez de “te maquillaste” —recuerda Díaz.

La estrategia de Claudia no fue confrontar al agresor, sino ganarse el aprecio: se aseguraba de que las mujeres trans que llegaban al Hospital General después de haber sufrido una golpiza fueran atendidas con dignidad, y en una ocasión se pasó horas cortando tiritas de colores para decorar un tráiler de trece metros de largo para la Marcha del Orgullo LGBT.

—Todo ese trabajo se lo aventó Claudia con mucha dedicación.

[Delicatessen]

A la vuelta de la casa de Claudia, vive su madre, Luz García, una mujer de sesenta años, bajita, con lentes y el cabello recogido en una cola de caballo corta. Su historia es la de miles de familias juarenses: a la edad de cinco años, migró con su familia desde Felipe Carrillo Puerto, Durango. Sus padres se dedicaban a la venta de abarrotes. Ella y su esposo trabajaron siempre en la maquila.

Lleva unos diez años viviendo en esta casa — diminuta como las casitas del Monopoly e idéntica a todas las viviendas del fraccionamiento —y muy distinta de la vivienda espaciosa de siete habitaciones donde Claudia y sus dos hermanos crecieron en San Antonio, uno de los barrios más antiguos de Ciudad Juárez, ubicado al otro extremo de la ciudad.

Claudia dice que allí tuvo una infancia feliz, con sus hermanos y sus dos perros, a los cuales les asignaba el papel de pacientes cuando jugaba a ser doctor.

—Agarraba trapos y se los enredaba en las patas. Decía que estaban enfermos y que yo los iba a curar —recuerda con una sonrisa.

Un día, la maestra del kinder llamó a la madre de Claudia. Le dijo que Claudia, en aquel entonces Samuel, solo quería jugar con niñas, y le recomendó que la llevara al doctor. La escuela pública sufragó el costo de la consulta, que ella y su esposo no podían pagar con lo que ganaban en la maquila.

—El médico me dijo: “tu hijo va a crecer así”. Y me hice a la idea de que iba a ser una niña.

El padrastro de Claudia, hermanos, y el resto de la familia jamás se sentaron a discutir el tema. Simplemente aceptaron que Samuel, o Sammy, como no han perdido la costumbre de decirle, le gustaba cocinar y ponerse las faldas de su madre.

—Mis papás les enseñaron [a mis hermanos] que yo era así y que había que respetarme —me dice Claudia.

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Foto: Itzel Aguilera

Compañeros de trabajo, amigos, vecinos: todos coinciden en que el punto de inflexión que marcó la diferencia entre una Claudia segura de sí misma, que siguió la profesión que ama, y las historias de cientos de mujeres trans marcadas por el rechazo, la drogadicción, la explotación sexual y una muerte precoz, fue el apoyo incondicional de su familia.

Hoy, Luz trabaja en el área de delicatessen de S-Mart.

—Como él va de compras en el mismo S-Mart, a veces mis compañeras me preguntan: “oye, ¿es tu hijo? ¿no te da vergüenza?”. Y les digo: “claro que no, yo no me avergüenzo de ninguno de mis hijos”.

A un costado del televisor en la casa de Luz, hay una estatua de yeso de casi un metro de la Virgen de Guadalupe. Este es un hogar católico y guadalupano, como tantos otros en este país, y esa fe llevó a Óscar, el hermano menor de Claudia, que realiza labores de limpieza en el hospital los fines de semana, a colocar una crucecita en la entrada del área de covid, con la esperanza de que Dios proteja a Claudia y a su equipo.

Pese a que son creyentes, Luz asegura que las posturas homofóbicas de la jerarquía eclesiástica nunca les han causado conflictos.

—Antes, la fe católica y otras religiones no aceptaban a las personas así, pero a mí no me generó ningún problema. Si la Iglesia no lo acepta, para mí es mi hijo y yo lo quiero.

[Sabor a plomo]

En mayo de 2020 Claudia aún vivía con su madre antes de su fugaz matrimonio, que duró menos de un año, con un hombre que era reacio a reconocerla públicamente como su pareja. La madre de Claudia lo acusa de ser un vividor que no trabajaba y se gastaba las quincenas de su hija. Una mañana, mientras desayunaba cereal y hot cakes, notó “un sabor a plomo” en la boca.

—Les estás echando mucha miel a los hot cakes, dijo Luz.

Cuando los probó, la madre de Claudia se dio cuenta de que a ella tampoco le sabían a nada.

Ambas acudieron de inmediato al hospital, donde se hicieron la prueba de covid, que resultó positiva.

Durante quince días se encerraron en casa con una respiración dificultosa y diarrea. Meses después de haberse curado y de reincorporarse al trabajo, Claudia aún no recupera el gusto y el olfato.

—Sí me dio un poco de miedo y [el covid] me enseñó a cuidarme más, por mi mamá —dice Claudia.

La mayoría de los compañeros de Claudia se contagiaron y el hospital perdió a un enfermero y a varios médicos.

[Cubrebocas con maquillaje]

Febrero de 2021. Claudia ya ha sido vacunada —cuenta con orgullo que es la primera enfermera trans en el estado de Chihuahua que la ha recibido— y no ha sufrido ninguna reacción adversa.

Es miércoles y se prepara para iniciar una nueva jornada de trabajo. Ya está envuelta en su armadura de overoles desechables, guantes y gorros. Sólo le faltan los cubrebocas.

—El otro día me dijo una amiga: “oye, subiste al tercer piso, ¿verdad?”. “¿Por qué?”, le dije. “Nos dimos cuenta. Vimos un cubrebocas lleno de maquillaje y sabíamos que era tuyo” —me dice Claudia, entre risas, antes de colocarse el par de cubrebocas blancos desechables.

Claudia empuja la puerta e ingresa en el área de Covid, donde impera el silencio y únicamente se escucha el bip-bip de las máquinas.

No tiene miedo. Además de la vacuna, está la pequeña cruz que Óscar colocó en la pared para protegerla.

Este trabajo fue elaborado en el marco del Programa Prensa y Democracia (Prende), de especialización en Subversión Cultural y Narrativas Queer, de la Universidad Iberoamericana, con el apoyo del Proyecto de investigación “Narrativas, Periodismo y Regímenes discursivos de la Cultura”. Se publica simultáneamente en perrocronico.com y nexos.com.mx
Edición: Galia García Palafox y Sergio Rodríguez-Blanco

One thought on ““Pura mujer mujer”

  1. Agradecida con ustedes por el reportaje quedo asis ordenes fue un placer poder compartir algo de lo que soy y mi labor como profecionista

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