En la Ciénaga de Zapata, mayor humedal del Caribe cubano, se estima que vuelan alrededor de mil doscientos mosquitos por hora, cuando la media en la isla es de sólo dos en el mismo tiempo. Allí vive un hombre de 81 años que se resiste a dejar su hacha.

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Ilustración: Mariángela Abbruzzese

El hombre recibió la noticia en silencio. Nunca ha sido de escandalizar situaciones dramáticas. Acostado bocarriba sobre la camilla metálica, permanecía un poco entumecido por el aire acondicionado del cubículo donde un equipo de ultrasonido reflejaba, en blanco y negro, el calamitoso estado de su corazón.

—Mi viejo, de ahora en adelante usted no me puede cargar ni un vaso de cinco libras.

Aquellas palabras de seguro le resultaron neutralizantes a Donalciano García Mejías. El final de todo se le anunciaba como si nada, en el tono cordial con que el doctor Vidal le receta al resto de los pacientes algún medicamento de rutina. Cardiopatía severa: una cuestión de vida o muerte, o más bien, el inicio de una muerte en vida.

En realidad la cardiopatía solo formaba parte de la extensa lista de enfermedades que desde mucho tiempo atrás le consumían su vitalidad, de manera implacable. La artrosis le minaba los huesos, sin que encontrara todavía algún aliciente efectivo, mientras las hipoglicemias ya lo habían dejado sin conocimiento varias veces.

El hormigueo en la cintura cada vez que hacía un gesto brusco le recordaba sus dos hernias discales, pero claro que Ciano no las incluía como padecimientos sino el saldo natural que el cuerpo le cobraba. Trabajó en el monte desde los once años de edad, levantó postes y arrastró soleras, llenó camiones con los troncos que solo él cortaba, en fin, dio hacha desde el alba hasta el ocaso, de los días y de su vida.

—Eso le pasa a tu padre por las «animalá» que hace a estas alturas —le diría un vecino a Iliana, hija de Ciano, mientras el anciano iba derrumbado e inconsciente en el asiento de una guagua, en medio de la hipoglicemia más reciente.

Al llegar al policlínico lo reanimaron, alimentaron y le ordenaron reposo… mucho reposo. Y así lo intentó, aunque un breve periodo dentro de su casa fue suficiente para sumirlo en una depresión más crónica que el resto de sus padecimientos. Un hombre como él asume el enclaustramiento como una derrota insoportable, sobre todo cuando sabe que de verdad lo necesita.

La hija que hace sentir menos solo a Ciano asegura que en esa etapa el viejo se quería ahorcar. Quizá esta historia hubiese tenido un trágico final y nadie la hubiese contado, de no haber sido por la tarde en que Ciano se encontraba sentado sobre el taburete de la cocina, “reposando”. En un instante giró la cabeza y clavó los ojos en su hacha. Estuvo largo rato observándola, hasta que se dijo:

—Coño, me está llamando, tengo que ir al monte—. Y regresó.

Lo más peligroso aquí es el descuido y la confianza. Ésas son las dos leyes básicas del monte.
* * *

Nos levantamos a las cinco de la madrugada, como siempre acostumbra Ciano. A esa hora en el Rincón, comunidad de la Ciénaga de Zapata, al sureste de La Habana, Cuba, el silencio es apenas traspasado por el alarido distante de algunos gallos, mientras el anciano, al encender su linterna, perfora la oscuridad todavía absoluta de la madrugada.

Su paso cada vez más torpe le hace tropezar con el taburete de la sala. Se irrita por un instante. Ya en la cocina se apresura a freír dos huevos y diluye un polvo que saboriza el vaso de agua con el que devora el pan.

—Mastica rápido que no tenemos tiempo— me dice en voz baja, para no despertar a su esposa que todavía duerme en el cuarto.

Antes del último sorbo de “refresco” se coloca en la lengua una tableta de Elanapril y otra de Digoxina. Luego deja los platos en el fregadero, levanta un pomo de agua y se dirige a la caseta de tablas que tiene en el patio. A la luz de la linterna los objetos apenas se definen, pero él no necesita más. Descuelga el hacha con agilidad, agarra el machete y con evidente automatismo los coloca en el cajón plástico de su bicicleta Niágara, herrumbrosa y sin frenos, cuyo estado denota décadas de explotación.

Tras pedalear cuatro kilómetros por el terraplén que atraviesa el batey, nos detenemos a la orilla del camino. Él se afinca el machete a la cintura y me suelta la jaba con el pomo de agua. Antes de continuar, empuña el hacha por la cabeza, apoya el cabo en el suelo y, durante la legua y media que atravesamos por un sendero de soplillos silvestres, el hacha se convertirá en un cómodo y auténtico bastón. Camina ligeramente encorvado y cojea del pie derecho.

Al amanecer llegamos al sitio escogido. La densidad de estos bosques concentra una humedad permanente, que se acentúa con las gotas de rocío esparcidas al rozar las ramas bajas. Machete en mano, Ciano limpia de gajos y bejucos el terreno: con soberbios machetazos lo despeja de todo lo que pueda estorbarle.

—Lo más peligroso aquí es el descuido y la confianza. Ésas son las dos leyes básicas del monte.

De pronto, el hacha de Ciano se clava por primera vez en la entraña amarillenta del arabo, un palo redondo y fuerte que se sacude ante el impacto. Le suceden ráfagas de golpes que en sólo minutos abaten el madero. El eco de las ramas desgajadas se expande por la calma de estos parajes.

Ciano pega con el «hacha corrida»: la sostiene con una mano por la base y desliza la otra hasta bien cerca de su cabeza metálica, la levanta y con el impulso hacia abajo, une los puños en la base, lo que duplica la fuerza del golpe.

Más que la velocidad, su mayor virtud es la certeza de sus cortes. Como un buen boxeador en el ring, ninguno de sus golpes resulta inútil. Lejos de lucir desesperado, cada movimiento parece estudiado de antemano. En medio de tanto verdor por todas partes, el brillo plateado de su hacha ondea como una bandera sobre el monte.

Todo lo derrumba en siete u ocho impactos, desde el fortísimo arabo hasta la yanilla o el guamá candelón. Sólo hay una mata que no toca, a la que ni siquiera se acerca. Él la llama acero y la identifica por su corteza blanca y el corazón «colorauzco», bien oscuro. En los bosques siempre permanece erguido, desafiante, sin que nadie se atreva a irle arriba pues al necio que insista se le desbarata el hacha en un abrir y cerrar de ojos.

Una hora de corte a su ritmo puede ser letal. Los músculos se comienzan a hinchar y el dolor en los hombros se te refleja en el corazón cuando provocas un impacto ya desfallecido. Es la cabeza la que se resiente, no el tronco, que a esas alturas parece impenetrable, y cuando intentas continuar el corte te percatas que los brazos se encuentran demasiado engarrotados como para moverlos siquiera. Entonces le pido un descanso.

—¿Qué pasa, ya te rajaste?

—No —le digo—, solo estoy un poco agotado.

—Vamos, que no se diga, que estamos empezando —me contesta con una risa socarrona.

Ahora, parados bajo la sombra de un almácigo, Ciano se empina del pomo de agua mientras observo las ampollas que desde hace un rato me impiden cerrar las manos. Casi por instinto me fijo en las suyas, resecadas y curtidas como el tronco de un árbol añoso mientras sus dedos, como las raíces de una ceiba, envuelven el hacha y la hacen adquirir una dimensión infantil.

El viento seca el sudor y en el cuerpo se siente una leve frescura. Él se abre los botones de la camisa y comienza a zarandear la tela.

—Ves, por eso tenemos que venir de madrugada, después el sol no te deja hacer na’.

A pesar de las enfermedades, Ciano no luce como un hombre débil. Sus músculos, ajenos a la flaccidez, armonizan un cuerpo de espaldas anchas y recios brazos surcados por venas que le llenan de vigor. Las grietas que atraviesan su rostro se prolongan hasta el cuello y sus labios ocultan despobladas encías.

—Hoy la gente trabaja a cerrojo y los jóvenes le huyen al monte. Ya casi no quedan hacheros en la Ciénaga de Zapata— me dice apacible, sin ánimo de grandilocuencia.

Ciano habla bajo, con cierta expresión impersonal, aunque tras la compostura se advierte su intensidad anímica. Con su sonrisa recurrente, se refiere al oficio como algo divertido.

De vuelta al trabajo se muestra renovado y dentro de las espesuras del bosque se desata una lluvia de hachazos que no amaina mientras sus piernas lo sostienen. Es la lucha ancestral de un hombre contra la naturaleza, contra los arbustos y las espinas, contra el suelo con sus riscos y casimbas, contra los años que reclaman un relevo que no aparece y quizá nunca se produzca.

En tan primitivos parajes el enjambre de mosquitos te hostiga la piel con ensañamiento. Ciano no se queja ni los menciona. A veces tiene sus agujas clavadas en la frente o las orejas y parece inmune a la molestia. Se limita a espantárselos cuando la ardentía se le torna insoportable. Sabe que ésta no es la peor época.

En la Ciénaga de Zapata, mayor humedal del Caribe Insular, se estima que vuelan alrededor de mil doscientos mosquitos por hora, cuando la media en Cuba es de sólo dos en el mismo tiempo.

—Hay veces que no puedes ni bostezar porque te tragas varios de un viaje.

Al contarse un buen número de troncos desparramados en la tierra, recupera un poco el aliento y de inmediato se los echa al hombro. Una vez más, con su hacha convertida en lazarillo, los traslada hasta la orilla del camino. Un tractor los recogerá más tarde.

Entre las voces de las aves se cuela un suspiro que más bien es quejido. El anciano se ajusta bruscamente el cinturón y levanta la carga. Repite el mismo recorrido, con el paso parsimonioso y la vista clavada en el suelo. Por momentos provoca la impresión de quien carga en sus espaldas una condenada existencia.

En el viaje de regreso no articula palabras. Ya para el mediodía el sol fatiga la marcha. A mitad de terraplén nos adelanta una carreta tirada por caballos famélicos. Su conductor saluda al viejo con un «¡Heyyy!» y éste le responde algo parecido.

Al llegar a la casa nos sentamos en el portal. Ciano se afloja las botas y se desploma en una silla de madera. Antes de que diga nada su esposa se apresura y le brinda un vaso de agua. Al tomarse el segundo las manos le tiemblan un poco. Se recuesta en señal de alivio y con la gorra se limpia el sudor de la cara. Cuando se retira, Reina le reprocha que si sigue así, un día lo van a encontrar con la boca llena de hormigas.

Es la lucha ancestral de un hombre contra la naturaleza, contra los arbustos y las espinas, contra el suelo con sus riscos y casimbas, contra los años que reclaman un relevo que no aparece y quizá nunca se produzca.
* * *

Que el batey donde vive Ciano se llame El Rincón no responde a una jarana o metáfora excéntrica, pues hasta allí se confinó a inicios del siglo XX un grupo de hombres con hábitos seminómadas que huían de las inundaciones de sus alrededores. Las lluvias tropicales son tan intensas y el suelo de la región tan pantanoso, que apenas algunos aguaceros bastan para ahogar las reses de los campesinos. Es lógico imaginar el alivio de los primeros habitantes de El Rincón, al encontrar una elevación natural dentro de toda la ciénaga.

La entrada al caserío se encuentra definida por extensos cercados en los que no se aprecia separación entre una tabla y otra. Ésta fue la única solución que los pobladores encontraron a la voracidad de los chivos, animales que se comen las reservas de hierba que los alimentará en tiempo de seca.

En verano, cuando la situación se pone crítica, las personas tienen incluso que trasladarse a otras provincias con el fin de traer todo el pasto que puedan cargar sus caballos. Y es que para sobrellevar la ausencia de empleo en este lugar, se necesita echar pa´lante una cría de cualquier cosa, de carneros, de puercos o gallinas, algo que complemente los magros ingresos que se reciben por cortar madera o chapear maleza.

La localidad no se incomunica gracias a un terraplén que, apenas comienza a serpentear, deja detrás a las quince casas que allí sobreviven, en medio de una serenidad agreste, absoluta. Sólo en ocasiones esta calma se disuelve en el estruendo de algún tractor o en el tableteo de carretones que, a su paso, remueven el polvo del suelo.

Las escasas gentes de la comunidad encarnan almas sobrias, desgastadas de tanto trabajo. La vida en el lugar también tiene sus ventajas y los pobladores al abandonar sus casas pueden dejarlas abiertas sin preocupación. Las vacas se crían en el monte sin que se pierdan o se confundan. El respeto aquí es inviolable.

Justo por ello, cuando llega el pan al batey, una anciana se encarga de juntarlo en una cesta y distribuirlo al resto de las personas. Si por casualidad encuentra la casa vacía lo coloca encima de alguna persiana abierta, y allí podría permanecer semanas de no ser por la desfachatez de los gorriones que por hambre, se tragan hasta el maíz de las gallinas.

La ausencia de jóvenes resulta notable a simple vista en este lugar donde la mayor parte de sus habitantes pertenece a la misma familia.

—Lo que pasa es que los más nuevos se van en busca de desarrollo y muchos de los viejos ya han fallecido— dice Adalberto Morales Rodríguez, administrador del círculo social del Rincón. Sin mucho esfuerzo saca la cuenta de los que allí sobreviven. —En total, contándome a mí, somos 48 personas. A la larga todos se van huyéndole al monte, ahí sí no hay invento: la pincha es dura como quiera que la mires.

La Ciénaga de Zapata es el municipio más extenso y menos poblado de Cuba, y a pesar de que por sus suelos pantanosos e inaccesibles se esparcen 16 comunidades, en la actualidad sólo tres de ellas concentran casi el 60 por ciento de la población. El desarrollo del turismo en Girón, Pálpite y Playa Larga se ha elevado con una celeridad inaudita y ya a partir de 2016 en estas localidades se contaban más arrendamientos que en Varadero, principal destino de sol y playa de Cuba.

Por otro lado, la Empresa Forestal Integral, una de las mayores productoras de maderas duras, semiduras y blandas de la Isla, a partir de 2010 se centra en la conservación de la flora y fauna del gran humedal, y de casi 17 mil metros cúbicos de madera aserrada al año pasó a producir 2 mil 500.

Estas cifras sólo se lograron mediante el cierre de aserríos, carpinterías, comedores colectivos y planes de carbón en una localidad que desde hacía más de un siglo, se dedicaba a las actividades forestales.

Todavía las tardes de domingo en que cumplir las labores cotidianas no impide echar un juego de pelota en algún viejo potrero, las personas salen con una capa de tizne en las manos o la planta de los pies al atravesar las cicatrices redondas y negras de los hornos derruidos y cubiertos por matorrales que ocultan el único vestigio de los carboneros en el lugar.

El Rincón es una de esas comunidades habitada por personas que viven como pueden, aferradas a su relación tradicional con el monte. Y allí, en el patio de una de sus 15 casas, Carmela García Mejías, hermana de Ciano, le echa un cubo de comida a los cerdos, que se alborotan dentro del corral.

—¿Viste qué flaco’ están? —me dice un tanto apenada—. Es que aquí la comida se ha puesto muy difícil.

Tras un par de comentarios generales, me explica que Donalciano que él ayudó a mantener a los once hermanos y que para ella fue como su padre. Me dice también que él salió trabajador y luchador como su mamá, una guerrera que hacía lo que fuera necesario con tal de garantizar un plato de comida en la mesa.

—Ese hombre cortaba más leña que dos hacheros juntos —agrega Francisco Morales Fernández, esposo de Carmela, que durante años cortó montes con Ciano—. Era muy fuerte, lo llevaron a muchas competencias y nunca perdió: siempre le sacaba una pila de arrobas de ventaja a sus contrincantes. Ciano es un hachero grande entre los grandes.

¡Eso sí es verdad! No pienses que es cuento o una mentira, yo mismo lo vi con mis propios ojos. Si me esperas un momento te hago la historia completica.
* * *

Todavía fatigado por el calor y el trabajo de la mañana, se levanta de la silla y comienza a afilar el hacha: primero la recuesta en el quicio del portal y con el pie encima del cabo, presiona la lima contra la cabeza y la desliza una y otra vez en movimientos que se suceden sin variación hasta que de pronto, en la calma vespertina del batey, sólo se escucha esta sinfonía de metales que sale de las manos del anciano.

Por momentos se detiene y comprueba con el pulgar cuán afilado está el instrumento. No se conforma y continúa la misma operación hasta que la hoja va blanqueando y se aplana casi con delicadeza. En un rato el dedo resbala por la punta y parece moverse por el margen de una cuchilla de afeitar.

Ciano lleva quince años con la misma hacha. En la tienda donde la compró había ejemplares más pesados, pero él siempre las ha preferido livianas, que le permita sentirse cómodo en el bosque y pueda manejarla a su antojo: por ello adquirió la de tres libras y media.

Al terminar de afilarla se intenta levantar y con gran dificultad avanza la cortísima distancia que lo separa de su silla. En cuanto puede se deja caer de un tirón.

—Lo que más me afecta es el dolor en las piernas, estoy matao. Eso son los años y el trabajo. A veces me siento con decaimiento y es por eso de la presión baja… o alta, no me acuerdo bien; y por otro lado la artrosis no tiene arreglo; si algo he aprendido con los años es a convivir con las enfermedades… no se les puede hacer caso. En la vida hay que guapear.

—¿Y trabaja en el monte por necesidad? —le pregunto.

—¿Y con qué va a comprar los medicamentos? —grita la hija desde el interior de la casa, quien oculta, escucha la conversación.

—El retiro no alcanza pa’ na’ —inicia Ciano la explicación—. El problema es que me jubilé en una época en que las pensiones eran chiquitas: ahora yo conozco gente que no han hecho ni la mitad de lo que yo y ganan como 800 pesos. Yo lo que cobro son 365 pesos y na’ más que en la cantidad de pastillas que tengo que comprar para los dolores… eso es un sueldo bajo.

La conversación le espabila un poco y le hace removerse en el asiento. Por un momento se ve más vital, esbelto, y coloca el hacha entre sus piernas, boca abajo. Mientras sus ojos se centran en un punto lejano del patio, coloca las manos sobre el cabo y asume un aire de realeza, aunque su mirada es la de un hombre sin grandes pretensiones.

Ahora tumba unos cuantos troncos a duras penas, si sus piernas se lo permiten, mientras que en su juventud llegó a convertirse en el hachero más temido de la Ciénaga de Zapata por sus excesos en el rústico arte de cortar leña.

—Ciano es un animal, un salvaje. Cortaba monte, poste, polines, y los sacaba en el hombro pa fuera… eso era increíble, había que verlo, y todavía como está hay que verlo —me había dicho días antes Adalberto Morales Rodríguez, un sesentón de barba encanecida, administrador del círculo social del batey.

Poco a poco se difundieron sus hazañas y en las tardes de charla, alcohol y canturías en las bodegas se escuchaban comentarios sobre las proezas de este cenaguero que con la leña que sólo él cortaba, los camiones Gaz (400 arrobas) podían efectuar dos viajes.

—¡Eso sí es verdad! No pienses que es cuento o una mentira, yo mismo lo vi con mis propios ojos. Si me esperas un momento te hago la historia completica —me dice Evidelio Martínez Machado, un anciano largo, escuálido, ataviado con un pantalón verde olivo del ejército y una camiseta desmantelada que apenas cubre el blanquísimo pelo acumulado en su pecho. Carga con dos cubetas de agua que vierte en el bebedero de sus carneros. A sus 87 años, luce bastante diestro.

—Desde niño, Ciano y yo nos pegamos a trabajar juntos, él cortaba por un carril y yo por el otro. El hombre siempre avanzaba con muchísima facilidad y na’ ma’ crecimos un poco se echaba dos travesaños arriba… ¿tú sabes lo que es eso?… son los polines que luego colocan en las líneas de ferrocarril. Yo le decía «Muchacho te vas a derrengar to’», y el muy sala’o no me hacía caso. Después del triunfo de la Revolución fui administrador de las granjas de la zona y varias veces tuve que manejar los camiones que sacaban la madera del bosque: yo te puedo asegurar que con lo que picaba ese salvaje se daban los dos viajes sin ningún tipo de problemas… él era un tipo fuerte, demasiado fuerte. Yo siempre fui un poco más cuidadoso, mi padre me advertía que cuanto más abuses de tu juventud más te lo sentirás en la vejez, y mira como está Ciano, lleno de molestias y con sus piernas a rastras; aun así hace mucho más que yo, que ya los únicos troncos que destrozo son los de calentarle la comida a los animales.

Al terminar la frase hace una mueca de burla a sí mismo.

Más allá de la resistencia que desde pequeño demostró, las historias más memorables de Ciano acontecieron en las ediciones del Festival del Carbón, evento único de su tipo en el mundo inaugurado por Fidel Castro en 1962, una especie de fiesta que veneraba la tradición forestal de la Ciénaga de Zapata.

En estos días se realizaban competencias entre cooperativas de carboneros, rodeos, juegos de montaña y, por supuesto, los tan esperados encuentros de corte de leña, donde se limpiaba un área boscosa en que los hacheros debían trabajar durante cuatro horas seguidas. Al final, se decidía el ganador cuando pesaban la producción de cada uno en las romanas.

De seguro estas competencias hubiesen sido de lo más emocionantes si no fuera por un detalle: Ciano siempre dominaba.

—Venía mucha gente de todos lados, los mejores hacheros de Matanzas, Pinar del Río y todo el occidente cubano. Aun así yo siempre ganaba el torneo. Ya en las últimas ediciones cuando se anunciaban los competidores y salía a relucir mi nombre, algunos se retiraban y decían que para perder, mejor se quedaban en sus casas.

Hubo una vez en que a la tercera hora de trabajo el cabo se le partió arrente al ojo del hacha. En medio de la confusión, desde que la trató de arreglar hasta que le prestaron otra, pasó un buen rato en que los demás tumbaron todo el monte que pudieron. Al final se procedió con los pasos habituales: el camión que recoge la leña, la romana que la pesa, y el jurado que gritaba lo que sus ojos incrédulos leían: Ciano, 875 arrobas, y en segundo lugar, el que más se le acercó, 600 arrobas.

—Su ritmo de trabajo era tremendo… mientras yo tenía que hacer un picado pa’ sacar la madera, él se la echaba al hombro e iba partiendo palos por ahí p’allá —explica Justo Alberto Rodríguez, hachero jubilado del Rincón, mientras se come el mango que acaba de arrancarle a la mata de su patio. Luego se enjuaga las manos—. El que más se le acercaba era su hermano Martín.

En efecto, Ciano afirma que su hermano, ya fallecido, se tornaba bravo para el trabajo. Me enseña una foto de por lo menos veinte años atrás. En medio de un matorral, ambos están sin camisa, él más corpulento y de pelo oscuro, Martín, más huesudo, con gorra y cinto bien ajustado.

—Yo no tengo secretos para este trabajo. La naturaleza me dio la facilidad para hacerlo, como a otros le da facilidad para ser un buen pelotero o un buen médico… lo que pasa es que yo nací para dar hacha: la naturaleza lo que me dio fue candela —me dice y se echa a reír. Cuando se emociona su voz se transforma en un chillido agudo.

Hace un rato su esposa, Reina, lo ha llamado para almorzar y él finge no escucharla. Al sentirse un poco recuperado, se levanta y cuelga el hacha en la pared de una caseta de guano al fondo de la casa. A grandes sorbos engulle un ajiaco hirviente y minutos después de la última cucharada su mujer lo obliga a bañarse y dormir un rato. Como Ciano jamás discute con ella, a las tres menos cuarto de la tarde sus ronquidos llegan a la sala.

Lo que pasa es que yo nací para dar hacha: la naturaleza lo que me dio fue candela.
* * *

Reina María Dita jamás ha trabajado en el monte, aunque allí ha transcurrido toda su existencia.

—No es que lo rechace, lo que sucede es que no soy resistente —explica esta mujer gruesa, de espejuelos redondos y piernas hinchadas que delatan problemas circulatorios. Su voz trasluce un acento marcadamente rural, agudo, que siempre mantiene en el mismo tono.

Ahora, mientras friega las cazuelas del almuerzo, pone esmero en desgarrar las manchas de carbón que ennegrecen el fondo de los calderos. Para ello las deja a la candela un buen rato y luego comienza a frotar con un estropajo. Bien despacio, repasa el mismo lugar hasta que arranca las capas de tizne más gruesas. No es una cuestión de fuerza, sino de constancia.

Al final las cuelga de un clavo corroído, incrustado en una pared de tablas donde también descansan jarras de distintas formas y tamaños que, dispuestas una junto a otra, parecen el medallero de un museo.

—A mí no me gusta cocinar con carbón. El problema es que no me queda de otra, las hornillas eléctricas siempre están rotas y aquí no tenemos gas —aclara ella.

La casa es estrecha, un tanto chica, emplazada en el centro de un extenso jardín. El puntal bajo y el techo de zinc la vuelven extremadamente calurosa. Cuando avanza el día, en su interior se concentra un vapor insoportable que los ventiladores apenas logran disimular.

Sus dos cuartos tienen camas cameras y personales para que la familia se quede cuando lo desee, aunque en la práctica sólo lo hace Iliana.

—Nosotros tenemos cinco hijos, siete nietos y cinco bisnietos —por un momento se confunde al sacar la cuenta—. Yo los crie a todos aquí, en la Ciénaga de Zapata y ahora cada uno ha cogido su camino y nos han dejado solos.

El dormitorio de Reina y Ciano es el más amplio de la casa. Ella entra con cuidado de no despertarlo y agarra la tirilla de Enalapril que le toca después del almuerzo. Sobre la mesa de dormir de su compañero se dispersan varias cajas de medicamentos, pomos con pastillas, máquina y gel de afeitar y algunos pedazos de papeles estrujados.

La habitación está decorada por fotos de familia: desde los retratos antiguos y de bordes medio amarillentos de la madre de Ciano, hasta las coloridas fotos de sus nietos, calzadas en el marco del espejo. Las imágenes familiares se mezclan con el lienzo de alguna virgen que la mujer colgó hace ya mucho tiempo.

—Yo soy cristiana y pa’ que tú veas, Ciano es incrédulo. Él dice que cree lo que ve y a pesar de ello nunca hemos tenido problemas por la religión: yo lo respeto a él y él me respeta a mí.

En una esquina del cuarto, a un costado de la cabecera de la cama donde siempre duerme su esposo, reposa un machete que el anciano empuña cuando siente algún ruido inhabitual en la noche. Ya ni se acuerda la última vez que lo utilizó.

Durante el día ella sintoniza la emisora informativa Radio Reloj en un equipo sofisticado, que junto al televisor pantalla plana y un espléndido refrigerador dan al traste con la frugalidad del lugar.

—Eso fue un nieto que está en España y me lo regaló.

Sus hijos insisten en llevárselos con ellos para Cienfuegos y le reclaman a Ciano que no trabaje más, que descanse, pero el viejo siempre responde:

—Mijo, ¿cómo vamos a vivir?

En la parte trasera del patio una plancha metálica cubre el brocal de un pozo que abastece a la casa de agua para fregar, bañarse y ese tipo de cuestiones que no demandan la potabilización del líquido pues aunque transparente en apariencia, su alto contenido de azufre impide beberla. Se ven obligados a comprar agua de mayor calidad todos los meses, dos tanques de 55 galones a 25 pesos cada uno.

Reina dice que lo más difícil de la vida en El Rincón es la alimentación. Al círculo social de la comunidad sólo llega el azúcar, cigarro y algunas cajas de refresco. Ya no venden prácticamente nada más, sólo un sábado cada quince días pasa un camión con aceite y detergente. Para adquirir el resto de los productos tienen que trasladarse a otros bateyes como Cayo Ramona y Girón, a 11 y 21 km de distancia respectivamente, lo cual implicaría levantarse a las siete de la mañana, abordar la única guagua que sale de la comunidad y esperar a que regrese a la una de la tarde.

—No es fácil estar botados la mañana entera para comprar tres jabones o un par de zapatos… pa’ colmo tenemos que meter un pedazo de pan en la cartera, si no la debilidad te mata y allá todo es carísimo —señala la mujer—. Y ni siquiera somos los peores: en los bateyes de Guasasa, Cocodrilo y Santo Tomás sale una «Girón» al amanecer y no entra más hasta las ocho de la noche… yo no sé cómo harán esos pobres.

En el devenir del municipio ya han desaparecido varios asentamientos que hoy sólo forman parte de las remembranzas de quienes los conocieron en el pasado. Entre ellos se pudiera mencionar a San Lázaro, El Vínculo (tenía sala de televisión), Maniadero, La Criolla, Corojal y El Polvorín (con una tienda incluida).

Igual que el resto de los lugares de la Ciénaga de Zapata, El Rincón forma parte del Plan Turquino, un programa fundado por el Consejo de Estado Cubano en 1987 con intención de lograr el desarrollo sostenible de las zonas de difícil acceso del país. Con el transcurrir de los años y debido tanto a la precariedad económica de la Isla como a la inoperancia de las administraciones locales, la esencia del proyecto se ha desvirtuado. En la actualidad el territorio se somete a un proceso de despoblación donde las zonas de difícil acceso se vuelven, precisamente, cada vez más inaccesibles.

—Antes aquí se celebraba el día de las madres, de los padres, el aniversario de los Comités de Defensa de la Revolución, realizábamos intercambios y festejábamos en el pueblo; hoy en día todo se ha perdido y la Ciénaga de Zapata no es la misma que yo conocí: en la jornada de las madres aquí no llega ni un key, esto ha decaído mucho. A lo mejor ahora con Canel mejoramos algo.

De pronto la anciana se apresura a la cocina y comienza a prepararle la merienda a Ciano, cuyos pasos en la sala le alertan que ya ha despertado.

Si yo tuviera veinte años y fuera como los jóvenes de hoy, yo no fuera al bosque a buscar nada y me pusiera en función de un empleo más cómodo.
* * *

Donalciano García Mejías siempre ha tenido un perro que se llama Lunares. Muchos años atrás, cuando comenzó su vida de hombre aun siendo niño, se vio obligado a alternar sus labores en el bosque con una camada de puercos que le ayudara a sobrellevar su existencia. Como en este lugar los animales se crían silvestres en el monte, las personas tienen que apoyarse en la destreza de los canes para localizarlos en los escondrijos diseminados por los pantanos.

El viejo señalaba a sus cerdos con una mocha en la oreja izquierda, o sea, un piquete en la punta. Había otros que les hacían una mocha y un bocao (hueco pequeño perforado con un cuchillo) o una rabisacá (se les dejaba una puntica finita para arriba, apuntando al cielo).

El entrenamiento de los perros comenzaba desde bien pequeños, al soltarlos entre los lechones y adaptarlos de forma sistemática a su gruñido, al sonido de sus pasos y al olor de su rastro. Poco tiempo después los reconocerían a kilómetros de distancia; como sucedía con Lunares y Tiburón, mastines criollos insustituibles en este oficio por el vigor y la resistencia que les dotaba el entrecruzamiento de varias razas.

Ciano solía internarse en la maleza con ambos más por una cuestión de precaución que de seguridad porque sabía que solo Tiburón le bastaba. A ése lo soltaba en el medio del bosque y dondequiera que hubiese un cerdo lo sometía a base de ladridos y empujones con el hocico. No paraba hasta tener a todos de regreso.

Un día llegó envenenado a la casa y como el viejo lo quería igual que un hijo, cuando el animal se murió, su dueño ni siquiera consideró la opción de botarlo en una jaba de basura, sino que cavó un hoyo en el patio, envolvió al perro y lo sepultó con la solemnidad de quien siente que la muerte le arrancó un familiar muy querido.

Todavía cuando recuerda este pasaje se angustia su voz y un rictus nervioso transfigura levemente su expresión. Incluso un silencio impregnado de respeto póstumo interrumpe la conversación, hasta que se entromete un pequeño perro, juguetón, de piel manchada y sin pelos por la sarna.

—Lunares, ¡muévete! —le grita mientras nos levantamos y nos ponemos en marcha al sembrado que atiende todas las tardes, ubicado a pocos metros de la casa—. Ya los perros de hoy no tienen vergüenza.

Ciano camina un poco más encorvado que por la mañana y alega que la siesta le ha recuperado por completo; sin embargo, ello no le impide quejarse del dolor en la planta de los pies y de la artritis. En su parcela tiene cultivos de maíz, yuca, plátano y algunas matas de ají. Al labrar la tierra, su ritmo de trabajo habitual se observa menguado por las continuas y dilatadas pausas que le obliga hacer su falta de aire.

Cuando el calambre en la cintura se vuelve inaguantable, el anciano decide descansar un rato y se sienta sobre un tronco pulido, a la sombra de una mata de mamoncillos. Entre continuos jadeos que le entrecortan la voz, profiere a modo de excusa:

—A mí el monte me gusta mucho, me estimula. Yo amanezco y me siento fatal, con muchos dolores, pero cuando me pego con el hacha se me calman bastante. Vaya, tampoco te voy a decir que se me quitan de a viaje.

Sólo uno de sus hijos trabajó un tiempo con él en las labores forestales. Luego se casó y se mudó de forma definitiva. El resto de su descendencia, incluyendo nietos y sobrinos, vive en otras ciudades, países y continentes.

—Ése es el problema, tú los crías a todos, salen de aquí y después cada cual hace su vida. Poco a poco todos se van marchando y nos quedamos los dos «cijuses» en el nido na’ más —se ríe, pero con risa engañosa—. Hacen bien. Si yo tuviera veinte años y fuera como los jóvenes de hoy, yo no fuera al bosque a buscar nada y me pusiera en función de un empleo más cómodo.

Sus dos muchachos varones, que viven en la provincia de Cienfuegos, insisten en llevárselos con ellos, y los viejos no ignoran que el tiempo los hace dependientes del cuidado de los familiares. Hace poco Reina sufrió un pre-infarto que no tuvo consecuencias fatales gracias a que era de día y Ciano estaba en la casa.

—¿Y si le da por la noche?— se pregunta Ciano.

Ante un caso de emergencia en El Rincón, la espera puede convertirse en agonía y el desenlace en tragedia. En este lugar donde nadie tiene teléfono se debe atravesar hasta la antepenúltima casa para acceder a un teléfono público, y si llega la cobertura solicitar el servicio de emergencias si es que está disponible en ese momento.

Uno de los informes firmados por Roberto Morales Ojeda, Ministro de Salud Pública desde 2012 hasta 2018, a partir del año 2011 reorganizó los servicios de salud con el fin de eliminar burocracia y optimizar el sistema. Como resultado, se redujeron más de 150 mil plazas no vinculadas directamente a la atención del paciente, se aligeraron las estructuras de dirección en 57 municipios, se compactaron 46 policlínicos, se rediseñó el Programa del Médico y la Enfermera de la Familia con la proyección comunitaria de veinte especialidades, se reorganizó la docencia y se reordenaron los programas de cooperación médica internacional.

Sin embargo, para el territorio cenaguero significó que las dos únicas ambulancias con las que siempre había contado pasaran a ser administradas desde Jagüey Grande, municipio ubicado a 30 kilómetros de distancia. Incluso durante un tiempo debían cargar la asignación de combustible diario en tal localidad, lo cual es lógico suponer que obstaculizó y ralentizó un sistema que se supone de máxima urgencia. Reina conoció vecinos que fallecieron en espera del carro.

—En ese tipo de situaciones es mejor sacar al paciente por tu cuenta, en un carretón o pidiéndole el favor a algún conocido que tenga un «rikimbili»… aunque a la larga también corremos riesgo montándonos en esos aparatos.

Por su parte, Ciano dice que si él se marcha, sus hijos tendrían que buscarle empleo, algo que ocupe su tiempo y le permita ayudar a la familia. A fin de cuentas, ahora lo que más desea es estar tranquilo, acompañado y en un lugar cómodo para vivir.

—¿Y no se siente cómodo aquí? —le pregunto.

—Aquí sí… pero ya uno está viejo y con las enfermedades ya no es lo mismo. Por eso quisiera vivir al lado de mis hijos, que me ayuden en cualquier cosa que necesite.

—¿Y con el monte cerca…?

—¿Pa’ dónde tira el venado? Pal monte. Ésa es la vida mía. Además que el pueblo no es lo mío, ahí en un apagón se pone la cosa fea. Aquí por lo menos hay aire. Allá que hay edificios a un lado y a otro… ¿en un apagón pa’ dónde voy yo? No hay donde coger un fresco, ni una mata, no hay nada. Lo que sucede es que ustedes no lo notan porque están adaptados a vivir allí.

—Como usted a vivir aquí.

—¡Claro! A mí el pueblo me gusta pa’ ir un día… no para vivir: yo soy un guajiro ñongo del campo. Aunque reconozco que allá se vive mejor, hay más cosas pa’ entretenerte y aquí no, aquí solo ves mosquitos o cangrejos.

—¿Y aun así no quiere marcharse?

—De corazón no quisiera irme. La vida mía está en este «rincón»… pero a veces uno no puede estar donde quiere, sino donde puede. Al final tenemos que adaptarnos a todo —dice con acento un tanto asertivo, más bien para creérselo él mismo.

No hay impresión más desoladora que reconocer ese punto en que el cuerpo se convierte en barrera a la voluntad de un hombre.

—Ya estoy que tropiezo hasta con los muebles de la casa —comenta en tono de excusa, por la escena que presencié en la mañana.

—Es que usted necesita un reposo que no está dispuesto a cumplir.

—Yo no nací pa’ estar acostado.

—¿Y no teme que un día sus piernas no le permitan volver al monte?

—Hasta ahí llegará la vida mía. Óyeme si yo me veo metido dentro de la casa sin poder hacer nada no voy a durar mucho tiempo. Yo tengo que estar en movimiento…

Ciano se calla de pronto y tuerce el cuello hacia atrás, ante el sonido de pasos que se acercan en su dirección. Iliana nos trae una jarra de agua y se suma a la conversación:

—Yo conozco personas de 60 y pico de años que se han pasado la vida sentadas en una oficina, sin trabajar nada, y hoy están llenas de enfermedades; por eso digo que mi papá pa’ 83 años se mantiene super bien.

—Ochenta y uno —corrige Ciano.

—Verdad… tía Antoñica es la que tiene 83.

—Vamos a ver si llego… porque pa’ morirse na’ más hay que estar vivo.

—Así me dijiste la última vez que te complicaste y mírate ahora —reprocha la hija.

—No estaba pa’ irme —responde seco el anciano.
Mientras Iliana regresa a la casa, su padre no la sigue con la vista, ni siquiera se percata de su ausencia.

—A ésa es otra que le gusta más Girón que estar aquí… ¿qué le voy a hacer?

Ciano termina la jarra de agua y con el último sorbo se enjuaga la boca. Luego echa un escupitajo al suelo y se recuesta a la cerca de palos que delimita sus cultivos.

*Este trabajo fue elaborado en el “Taller de Nuevas Narrativas en La Habana” a cargo de Federico Mastrogiovanni y Sergio Rodríguez-Blanco, organizado por TallerINN, Fundación Rosa Luxemburg, Casa de las Américas e Ibero México-Tijuana, en colaboración con Programa PRENDE y perrocronico.com

Edición: Sergio Rodríguez-Blanco / Federico Mastrogiovanni

One thought on “El devorador de montes

  1. Es genial. Felicitaciones. Es el tipo de periodismo que hacia Martí, Pablo de la Torriente, y donde todo se dice, o se denuncia, mostrándolo, de manera sutil y, por lo mismo, extraordinariamente efectiva.

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