Con más resignación que ganas, el hombre de 33 años carga sobre los hombros uno de los costales y lo lleva a la parte trasera del restaurante. La acción se repite una y otra vez, hasta que termina de transportar todos los paquetes de servilletas finas que esconden las bolsas negras. Luego acomoda las sillas: cada una en su lugar, misma inclinación, todas iguales como las teclas de un piano.
Detrás de la barra del restaurante ubicado en la planta baja de un edificio del centro de San Diego, arranca la sinfonía del sushi. Como una batuta, un cuchillo cae sobre el pescado; alguien afila hojas metálicas, el arroz crudo suena como palo de lluvia, los vasos de cristal chocan como platillos. Cada movimiento raspa, vibra, truena, tintinea… Bote con agua, trapo en mano, Gabriel de
la Mora, el músico-mesero, se acopla al trabajo al ritmo de la sacudida de polvo de las mesas.
Las manos que hoy limpian y cargan costales son las mismas que, en otras noches, dan vida a la banda de rock experimental “Perra Galga” en bares de Tijuana, al otro lado de la frontera.
Son los meses previos a la pandemia del COVID19. El cruce peatonal hacia Estados Unidos avanza en zigzag. Concreto, rejas, cámaras. Por aquí transitan maletas, niños, drogas, migrantes y roqueros. Uno se topa de frente con la realidad de la frontera: un canal en donde se bañan deportados. Tras las barras de metal la paranoia de la vigilancia es evidente en los guardias fronterizos. “Next”, “pásele”, “¿qué trae en la mochila?”, “go ahead”: palabras que separan sueños de pesadillas.
Gabriel, igual que miles de tijuanenses, cruza “al otro lado” para estudiar o trabajar en San Diego. Desde pequeño, su madre le tramitó la ciudadanía norteamericana.
En México hizo la secundaria, cursó 18 meses de preparatoria y al cumplir la mayoría de edad, consiguió trabajos de cajero, lavaplatos y mesero en San Diego.
En los lentes oscuros del músico se refleja el pasillo del metro y los edificios que componen el paisaje urbano de San Diego, tan contrastante con el enredo visual de Tijuana. Gabriel casi nunca sonríe, pero se considera una persona alegre. “Me siento bien casi siempre, cuando pienso en estar aquí, participando en este mundo”.
“Perra Galga”
Ahora es mayo de 2016. El bar Zacazonapan, en la zona norte de Tijuana, es tan subterráneo y oscuro como la música que esta noche reverbera por sus paredes repletas de pinturas y carteles de iconos musicales. Ahí abajo, luces de led blancas y una psicodelia de destellos en movimiento iluminan los rostros de los integrantes de la banda tijuanense de rock experimental “Perra Galga”. En este lugar se presentaron por primera vez.
Contrario a la violencia, agresividad y caos que expresan las letrasde su banda, Gabriel de la Mora parece sereno, amistoso. Sus compañeros de banda, el baterista Jorge Osuna y el bajista Alejandro Carrazco, lo describen como un joven determinado y responsable mientras beben un par de pintas de cerveza en la cervecería “El Mamut”.
“Su manera de trabajar es muy engranada y disciplinada. No descansa, las 24 horas está sobre el proyecto y por lo mismo exige cierto ritmo de trabajo, que se respeten los días y horas de ensayo y así; le gusta que la raza se ponga las pilas. Claro, también le gusta el desmadre”, dice el encargado de la batería.
Cinco guitarristas y cinco bajistas pasaron por “Perra Galga” hasta que Gabriel de la Mora y Jorge Osuna encontraron la combinación perfecta para su proyecto. Tras la incorporación de Dalia Ezquivel (teclado) y los hermanos Aarón (guitarra) y Alejandro Carrazco (bajo), la banda ha alcanzado lo que Gabriel define como un “cóctel de emociones”.
Su propuesta combina la influencia de bandas como “Radiohead” y “John Maus” con un sonido que busca romper las barreras musicales a través de la experimentación, para así cantarle a las crisis existenciales, el autosabotaje, la depresión y las experiencias callejeras de la vida cotidiana en Tijuana.
En su trayectoria cuentan con la grabación de un EP y múltiples demos, colaboraciones, algunos videos, así como decenas de presentaciones en Baja California, Ciudad de México, Guadalajara, Pachuca, Aguascalientes y algunas ciudades en Estados Unidos.
Aunque Gabriel de la Mora nunca se ha identificado como punk, vivió gran parte de su juventud entre la decadencia, la violencia, la belleza y la crudeza de las calles de Tijuana, así que creció con la esencia y la actitud asociada con esta subcultura.
“Para mí el punk es cuestionar todo, es decir no, preguntarse si las cosas tienen que ser así, negarse a estar ocho horas, seis días a la semana, odiando mi ‘jale’ y mi vida. No lo veo como rebeldía o anarquismo, lo entiendo más como una filosofía propia”.
No se trata de negar de forma absoluta todas las reglas y la autoridad, sino que él cree que esta actitud va más encaminada a criticar sistemas esclavizantes, gobiernos prepotentes y estilos de vida que terminan suprimiendo la libertad. “En un punto de mi vida, dije: yo veo otras opciones más allá de estas barreras”.
Para Gabriel, “Perra Galga” posee parte de esa esencia punk: transgrede y cuestiona las estructuras sociales, el statu quo, la monotonía, los estereotipos y también las fronteras sónicas.
La relación entre los acordes de su banda y su ciudad la define así: “Tijuana es nuestra música: vivir en Tijuana es aceptar que uno viene de una familia disfuncional, entendiendo a esta sociedad como una gran familia. Aquí todos los días habrá un cotorreo chido. Aquí toda familia tiene un drogadicto. La música puede reflejar eso, ayudar a canalizar tanta descomposición y violencia”.
La primera banda en la que tocó De la Mora fue Valle Viejo, una agrupación de rock progresivo-agresivo con distorsiones de post-punk ochentero. Después incursionó en “Sulilk”, proyecto de funk-pop en el que alcanzó un nuevo nivel musical al experimentar con sonidos de shoegaze y muchos pedales que le permitieron crear sonidos y atmósferas más ambientales: capas y capas de música.
Entonces nació “Perra Galga”. Jorge Osuna y Gabriel nombraron así al proyecto musical tras una lluvia de ideas en la que destacó la referencia de un soneto de Salvador Novo:
“Porque yo fui escritor, y este es el caso
que era tan flaco como perra galga;
crecióme la papada como nalga,
vasto de carne y de talento escaso”.
Skater en tres actos
La patineta fue un objeto fundamental para que Gabriel de la Mora alcanzara su faceta de músico experimental: una aventura por las calles en la que convergen la libertad y el trance de sentir la tabla de skate convertirse en una extensión del cuerpo.
Una tarde de verano del 94, en una colonia cerca del centro de Tijuana, el ruido de una patineta llamó la atención de Gabriel de la Mora. La curiosidad hizo que el niño de 9 años se asomara al patio trasero de su casa para descubrir a Silverio, su hermano mayor, intentando hacer un ollie en una tabla adornada con dos pegatinas de la cara de Michael Jackson: una de cuando era niño y otra de adulto. Gabriel le pidió prestada la patineta a Silverio y se subió en ella como pudo. Bastó un impulso con el pie para iniciar un camino que lo marcaría los años subsecuentes.
“Cuando patinas estás en la calle todo el tiempo: es tu cancha. Miras escenas con policías persiguiendo delincuentes, robos, casos de violencia, asaltos. Ves la vida de una forma súper cruda y se te queda ahí en la cabeza. Con la patineta, la calle me dijo ‘ven’ y yo me entregué a ella”, comparte Gabriel al recordar sus inicios como street skateboarder en las calles del lado mexicano frente a la frontera zigzagueante.
La afición de Gabriel de la Mora por patinar en las calles no tardaría en traerle problemas en casa: “Me la pasaba rodando, sin bañarme, sin cuidarme; lo único que hacía era fumar, andar de vago patinando”.
Tras múltiples arrestos por faltas menores como patinar, graffitear o portar marihuana y al haber “quemado los cartuchos” de vivir con amigos en Tijuana, el joven decidió irse a Los Ángeles en 2002.
En aquellos años, la industria ligada a la subcultura skater tenía un fuerte auge en California y la grabación de demos —producidos, por lo general, de forma casera —significaba la posibilidad de incursionar en niveles profesionales del street skateboarding. Además, representaba un ritual de suma importancia crear y ver este tipo de videos, donde los estilos de patinaje, los trucos, y los escenarios se combinaban con la música.
El talento del mexicano cautivó a los patinadores brasileños Rodrigo Teixeira, Rodrigo Peterson y Danilo Cerezini, figuras arropadas por diferentes marcas prestigiosas en la escena skater. Ellos lo ayudaron a crear su propio demo.
Aquel verano, el video de Gabriel llegó a los ojos de Verne Laird, team manager de la empresa de patinetas “Listen Skateboards”. El salto del tijuanense fue inmediato: le pidieron más demos, que luego circularon entre otras marcas hasta conseguir el patrocinio de empresas de ropa y tablas de patinar que lo llevaron entre 2002 y 2010 a recorrer varias ciudades de México y Estados Unidos, como Acapulco, Puerto Vallarta y Ciudad de México; y Seattle, Washington o Nueva York. Todo esto mientras hacía lo que más le gustaba: patinar.
Pero en una ocasión, un truco salió mal y bastó para terminar con aquella carrera que había subido como la espuma. Ocurrió en 2010, cuando tenía 26 años. Durante el accidente, el ligamento de su rodilla izquierda sufrió las consecuencias: tuvo que permanecer en reposo durante cinco meses. Pero el plazo se extendió a un año sin poder patinar. La situación llevó al joven a reflexionar sobre las posibilidades de su futuro en el mundo del skateboarding: entendió que, en el ambiente donde estaba inmerso, lastimarse representaba el final de lo que había construido a lo largo de tantos años.
Cuando pudo volver a caminar, Gabriel consiguió un trabajo de lavaplatos en un restaurante de San Diego; su tiempo se dividió entre patinar, trabajar y tocar en su primera banda, así que tuvo que tomar una decisión y la desconexión con el skate profesional fue absoluta:
“A veces extraño esa sensación; antes soñaba que patinaba, que hacía trucos en el Parque 18 de Marzo o en un Parque del DF. Pero ya no es lo mismo, algo sucedió cuando dejé de patinar”.
Por un momento, es como si se mirara a sí mismo allá en el 98, de 13 años, entrando al parque con la patineta bajo el brazo izquierdo y escuchando el BBC Sessions de David Bowie.
Entonces se quita los audífonos, mira a su alrededor y una sonrisa despunta en su rostro: el parque está solo para él.
Senderos
Pasa de la medianoche. Faltan meses para la pandemia. Desde la terraza del Cine Tonalá se observa el tráfico de la Avenida Revolución sincronizado con el ritmo de Tijuana. No muy lejos de ahí se alcanza a ver un migrante que pide dinero en una esquina. En el otro extremo, unas hojas de mazorca revelan el lugar que ocupa un burro-cebra por las tardes, aquel animal convertido en símbolo cultural de Tijuana y hasta en patrimonio del estado. A mitad de la cuadra un hombre pálido se balancea de borracho, justo como lo hacen otros tantos tijuanenses y turistas sobre esta avenida, cada semana, en un ritual interminable.
Las ojeras características del rostro de Gabriel, aclara, son a causa de una alergia y no tanto por una vida de desvelos y vicios. Se concentra en limpiar minuciosamente la barra como suele hacer con cualquier superficie donde come.
“Si me estoy matando, lo voy a disfrutar”, dice al recibir una cerveza IPA con extra lúpulo y de sabor amargo, en referencia a su gusto por la bebida artesanal.
Al fondo suena una canción de “LCD Soundsystem”. En voz baja, el joven acepta que, quizá, su mayor miedo es no alcanzar la satisfacción, no cumplir con sus propias expectativas, aunque tampoco sabe si lo que quiere es “alcanzar la cima” porque cuenta que ha estado a punto de tenerlo todo y se ha “metido el pie” solo.
“Me autosaboteo, caigo y ruedo abajo. Creo que eso se puede deber a que no conozco otra forma de hacer las cosas más que excesivamente, y eventualmente eso es malo, siempre hago todo en exceso, no me mido y entrego todo, toda mi pasión y persona. Todo va encadenado, quizás lo punk se vincula con mi tendencia al autosabotaje”.
Apenas unos días después, en la terraza de la plaza Pueblo Antiguo se monta el escenario del Random Music Fest. Arriba, “Perra Galga” interpreta el inicio de Se tenía que dar; mientras, abajo, se bañan en espuma los jóvenes que han asistido a este festival para escuchar propuestas musicales de la escena regional. Gabriel desliza los dedos sobre una Fender Stratocaster negra. Tras una pausa de ecos siniestros, la canción avanza hasta estallar en el clímax.
Antes de subir al escenario, Gabriel se prepara para afrontar el ritual de tocar en vivo y pareciera que fluye en él una sensación de ligereza. Ya montado en él, frente al público, llevará hasta el extremo las cuerdas de su guitarra con bendings que pronuncian chirridos agudos y esquizofrénicos, como si cómo su cuerpo y su persona quisieran flotar lejos, en otro lado.
La experiencia se mira de un placer y comodidad extremos, como la textura de un sueño.
Termina el estruendo. Los aplausos y gritos del público traen a Gabriel de golpe a la realidad. Un pequeño mareo hace tambalear al músico y, por un momento, luce como si fuera a derrumbarse, pero se aferra con fuerza a su guitarra, respira y ve con determinación a la audiencia. Gabriel presiona uno de sus pedales y echa una mirada a los músicos de “Perra Galga”. Entonces las baquetas de Jorge marcan el ritmo con el que iniciará la siguiente inmersión musical con destino a esa experiencia que algunos llaman “libertad”.
* Este trabajo fue elaborado en el “Taller de Nuevas Narrativas Periodísticas en Tijuana” a cargo de Federico Mastrogiovanni y Sergio Rodríguez-Blanco, organizado por TallerINN, Fundación Rosa Luxemburg e Ibero México-Tijuana, en colaboración con Programa Prende y perrocronico.com
Coedición: Arnoldo Delgadillo / Violeta Santiago / Diana Ferreiro