La equivalencia entre sujeto e identidad es una trampa que administra fácilmente los cuerpos. Un sujeto se mira en el espejo, pero lo que el espejo arroja ya no es un sujeto sino… ¡una identidad! Ojo. Peligro.

Las teorías identitaristas de la sexualidad dan por verdadero el valor de la identidad fundada en la pertenencia a una comunidad de los diferentes. Pareciera que solo existo en tanto puedo representarme, identificarme como no heterosexual. Soy gay. Soy bi. Soy trans. Soy lesbiana. Soy no binarie. La contraparte es que, al politizar el cuerpo en una identidad, se inhibe la pulsión erótica, y en el fondo, se instrumentaliza la sexualidad. Es decir, colocarme en una identidad de género me confiere –y lo ha hecho, y esto es de aplaudirse– derechos civiles, pero también pone en un plano inferior el deseo sexual, como si en este no hubiera agencia política, pasando por alto que lo disruptivo tiene que ver también –y muchísimo– con la relación entre pulsión erótica, cuerpo y sujeto. Es en ese tipo de disrupción, la del deseo desde la crónica, donde me interesa ahondar en este texto.

¿Qué pasaría si como autora/autor/autore, cuando te miras en el espejo de la crónica en primera persona no dejas que una identidad te defina, sino que te impregnas del lugar incómodo, de lo ambiguo, de lo movedizo? Tal vez solo ahí, en el bucle eterno que te aleja de la imagen que esperabas encontrar, domesticada, hegemónica, esa que ya está preconstruida en buena parte por las siglas LGBTQI+ (que tanto han liberado, pero que tanto nos encorsetan también como escritores) pueden tejerse las verdaderas preguntas de una crónica que apueste por pensar el sujeto desde su cuerpo y su deseo como disidencias.

Me refiero aquí a un sujeto, por supuesto, que difiere de la norma heterosexual, pero que desde la crónica reflexiona lo siguiente con verdaderas ganas de encontrar respuestas: ¿Mi diferencia es una derivación de una totalidad? ¿O será que mi diferencia es un quiebre a un régimen del discurso sobre las singularidades existentes? ¿Y si, en cambio, resulta que mi diferencia consiste en que puedo posibilitar una línea de fuga singular que potencie lógicas radicales de discurso, de representación, de conocimiento?

Esto último se antoja mucho más. Y es la apuesta de este texto.

Como ha reflexionado Cristina Rivera Garza en su libro Los muertos indóciles. Necroescrituras y desapropiación (2013), una autobiografía, un recuento de uno mismo, tendría que ser sobre todo “el testimonio de un desconocimiento”, debería ser siempre “una biografía del otro tal como aparece, en modo enigmático, en mí”. Solo así, en tanto forma narrativa que diera cuenta de ese aspecto de la vulnerabilidad humana, sería “una autobiografía desposeída”. En las primeras crónicas gay en México, precisamente la raíz del desposeimiento sobre el que tanto ha escrito Rivera Garza, encuentro un acto –me atrevo a agregar– herético no solo contra la llamada heteronorma sino también, anacrónicamente, contra las teorías identitarias que sembrarían la simiente del pensamiento queer, aplaudido por visibilizar pero criticado por domesticar la disidencia.

Salvador Novo: La estatua de sal, una Gomorra precoz

Si en el nombre va la penitencia, no podía ser más que Salvador Novo (mesías de la vanguardia) el primer escritor mexicano que se mostró en un espejo narcisista radical –y escogió el más íntimo e insurrecto para hacerlo– para expresar su orientación sexual como disidencia política. Utilizo la categoría de disidencia sexual desde la acepción de disidir, no de disentir, como defiende Gabriela González Ortuño en su artículo “Teorías de la disidencia sexual: de contextos populares a usos elitistas” (publicado en De Raíz Diversa, en 2016). Disentir implica no ajustarse al sentir o parecer de alguien, mientras disidir tiene que ver con separarse de la común doctrina, creencia o conducta. Esto implica que la disidencia sexual, más que en un desacuerdo, consiste en un agenciamiento que implica tomar distancia de lo establecido para explorar estrategias de resistencia, de subversión y, sobre todo, de imaginación política.

Salvador Novo lo hizo en formato de memorias, escritas hacia 1945. Nunca las terminó, y tampoco las vio publicadas porque eran demasiado políticamente incorrectas para salir a la luz. El mediodía del 4 de noviembre de 2020 crucé la puerta de la librería Somos Voces, en la Zona Rosa de la Ciudad de México, para buscar el ejemplar que Ernesto Reséndiz –cronista de treinta y pocos años, escritor, librero y guardián de la memoria literaria gay– me había reservado de La estatua de sal, la autobiografía clandestina e inacabada de Novo. Su título, que alude al cuerpo petrificado tras mirar Gomorra, nombra la primera prosa autobiográfica (no ficticia) de las letras mexicanas –aunque no la primera en ver la luz–donde un escritor asume abiertamente, y sin tapujos, su orientación sexual disidente y defiende su carácter de antihéroe de forma consentida, congruente, autodeterminada. A la vez, esas páginas fueron mantenidas como un secreto conocido en petit comité, que tardó en publicarse más de 60 años. Eso las salvó de la domesticación literaria. Primer enigma: el texto que podríamos considerar fundacional de la crónica sexodisidente en México fue colocado en el armario por su propio autor, abierto solo entre sus amigos y desvelado de par en par, post mortem, por su pupilo más cercano, Carlos Monsiváis.

Monsiváis sacó de su clóset de cristal a Novo –y de cristal bien transparente– cuando activó los hilos necesarios para publicar completa La estatua de sal, en 1999 (sugiero no mirar este número boca abajo para no pensar en una conspiración diabólica). Monsiváis lo logró por la puerta más grande: para que la homosexualidad ocupara el lugar en la literatura y en la cultura mexicana que había empezado con Novo, no bastaba con publicarlo, sino que tenía que aparecer respaldado por el Estado mexicano, oficialmente, desde Conaculta y después en la editorial pública por antonomasia: Fondo de Cultura Económica. Contar de forma tan explícita la vida sexual, y además desde la subjetividad gay, no lo había hecho todavía, medio siglo después, ningún autor de la República de las Letras, habitada por escritores solemnes, algo serios, a veces un tanto ceremoniosos. (A Monsiváis, quien nunca escribió, que se sepa, unas memorias secretas, le sucedió algo parecido, quizás otra maldición diabólicamente irónica: después de su muerte en 2010, Braulio Peralta publicó El clóset de cristal, la biografía sexual no autorizada del escritor de Días de guardar. En la librería del Museo del Estanquillo, que alberga toda la colección de miles de extraños objetos que coleccionó Monsiváis a lo largo de su vida, el libro de Peralta no se vende: “Ese no lo tenemos, ni lo tendremos”, me dice el dependiente una mañana de fines de noviembre de 2020).

En su cotidianidad, Novo usaba anillos llamativos, pelucas, maquillaje, y gozó de una vida social muy intensa. Dicen que tardaba diez minutos en escribir su temida columna y, entre sus líneas, como si fueran dardos o caricias, podía llevar al Olimpo o acuchillar a los políticos en un santiamén. Probablemente, el dinero que ganó Novo por aquellos juegos de poder materializados como textos publicados en la prensa, no podrían obtenerlo hoy todos los reporteros mexicanos juntos si sumaran sus sueldos de un año, cada vez más precarizados. Pero no el dinero, sino algo mucho más valioso para él –su cercanía al poder y su posición social– fue lo que le garantizó gozar de esa dispensa moral que solo parece posible para los homosexuales con recursos, talento, ingenio. En su performatización, dirían algunos hoy, Novo fue un verdadero queer visionario que decidió autoenunciarse en la crema y nata del refinamiento y, justo por ello, sus memorias secretas, que leyó en voz alta a sus amigos durante veinte años, están exentas de una reflexión explícita de clase en donde se reconozca que hablar desde el privilegio y desde el poder fueron en realidad las armas que tuvo que edificar para defenderse de la homofobia imperante en su época por la vida que había decidido llevar. Es importante subrayar que Novo jamás se autodenominó queer, sino que se apropió de las peores injurias –joto, marica, desviado– hasta volverlas parte de su outfit, dejando el lugar más preciado para el mote homofóbico y dicharachero que arengaban sus enemigos, pero que le resbalaba como el aceite: Nalgador Sobo.

La caja de Pandora de la vida no heterosexual no la abrió, sin embargo, Novo. Se había desplegado décadas atrás con el primer registro documentado de actos homosexuales en México: el escándalo del baile de “los 41 maricones”, en 1901, reflejado por la prensa de la época como un “pecado nefando” de depravación y libertinaje que involucraba a hombres de clase alta, la mitad vestidos de mujer. A ellos no los salvó su posición social en la alta burguesía. La versión extraoficial es que había 42, solo que uno de ellos, Joaquín de la Torre, era el yerno de Porfirio Díaz. A él lo “salvó” (como a Novo, pero de distinta forma) su cercanía directa al poder.

Aquella noticia en los albores del siglo, replicada en todos los periódicos con ojos moralizantes, conjuraría el 41 como un número maldito en México (el ejército durante una centuria se saltó del batallón 40 al 42). El 41 enunciaba la escoria social desclasada, el cuerpo patologizado y, sobre todo, alimentaba por oposición binaria y morbo el apreciado estereotipo del macho que justo narra Novo en las primeras páginas de La estatua de sal, ambientadas en la Revolución, mientras va contando sus precoces experiencias homoeróticas, que solo se podrán conocer mucho tiempo más tarde y que, todavía hoy, “pueden hacer cachondearse a más de uno”, como me dijo el periodista Antonio Bertrán, autor del blog semanal Nosotros los jotos, cuando me regaló su libro Damas y adamados, que, por cierto, ya no se encuentra en librerías.

Eran jotos, no personas queer. Suena explícito, pero nombrarlos, aunque fuera para injuriarlos, fue también darles una existencia material que hasta ese momento no se había registrado en los periódicos. Según Carlos Monsiváis, con el affaire de los 41 maricones salió México del clóset, y lo hizo inseparable de su estigma. “Solo cuando lo indecible se verbaliza o se transparenta, se hace consciente el temor a ser calificado de gay”, afirma Monsiváis en su libro Que se abra esa puerta, publicado en 2010. El mismo Monsiváis –el mayor defensor de la memoria gay desde la sombra– nunca quiso vivir su orientación homosexual públicamente, quizá por estrategia, para no dar esa ventaja a sus adversarios y perder el poder que fue acumulando como intelectual. O quizá porque siempre quiso ser un sujeto singular.

Lo que sí hizo fue mandar hacer con unos artesanos una extraña y pequeñísima maqueta de plomo que recreaba el baile de los 41 y que se encuentra bajo tierra en las antiguas cajas de seguridad de un banco, hoy sede de las bodegas del Museo del Estanquillo, cuyos tesoros superan a las cuevas de Alí Babá. Lo sé porque lo vi yo mismo cuando acompañé a mi colega Federico Mastrogiovanni, cuando él escribía una crónica sobre la película El baile de los 41, de David Pablos. Allí, bajo tierra, vi la miniatura la semana de noviembre de 2020 en que se estrenó el film: 20 parejas minúsculas danzan, mientras un hombre vestido de mujer deja solo a su acompañante y corre despavorido cuando entra la policía.

Nos contaba David Pablos que esas figurillas, que vio en casa de su tío Carlos Monsiváis, fueron la referencia visual para hacer el arte de su película, exhibida en salas vacías, en pleno confinamiento pandémico. En su primera secuencia, Pablos recrea los minutos previos a aquella redada, a través de una escena del actor que interpreta a De la Torre enamorado frente al espejo, mirándose como Narciso para iniciar su ritual de travestismo antes de la fatídica razia.

La primera crónica gay publicada: Ojos que da pánico soñar

Dicen que el paraíso debe ser algún tipo de biblioteca.

Para Ernesto Reséndiz, que regenta la librería de temática gay, lesbiana, trans y sexodisidente más grande de Latinoamérica, el cuerpo de la literatura homosexual en México tiene dos órganos. “Luis Zapata es, sin duda, el corazón –me dice–. El cerebro es José Joaquín Blanco.” El vampiro de la colonia Roma, publicado en 1979 por Zapata, fue la novela fundadora de la literatura gay de ficción mexicana y supuso un parteaguas narrativo un año después de que, en México, por primera vez, salieran a la calle activistas homosexuales, lesbianas y travestis del Frente Homosexual de Acción Revolucionaria (FHAR), el grupo Lambda de Liberación Homosexual y el Grupo Autónomo de Lesbianas Oikiabeth. La novela tiene forma de entrevista y despliega territorios de deseo, desenfreno y goce sexual en tiempos previos al VIH, hoy muy distintos, casi irreconocibles. Menos se conoce que la obra está basada en las entrevistas reales con Osiris Pérez Castañeda, conocido trabajador sexual. El libro también estableció un modo de ocultar, tras la ficción, las vivencias que tenían referencia con la vida real. (¿La ficción se convirtió en un clóset o en un remanso?)

Reséndiz piensa que Monsiváis estaba enamorado de José Joaquín Blanco. Y que Blanco, al nombrarlo en la dedicatoria de Ojos que da pánico soñar (crónica-ensayo publicada un 17 de marzo de 1979, dos días antes de cumplir 28 años, y dos décadas antes que La estatua de sal) le hizo un giño a Monsiváis, de forma muy aguda, para sacarlo del armario. Monsiváis no salió, pero sí pagó de su bolsillo la edición del pequeño libro, que los activistas gays repartieron y por el que Blanco recibió más felicitaciones que por su cumpleaños. El mismo texto se publicó después en 1981 como parte del libro de crónicas Función de medianoche. Es la primera crónica-ensayo publicada donde una voz gay asumida como tal desde un “yo” activa una radiografía de la realidad con conciencia de clase, algo que Novo nunca hizo. Aquí tenemos, entonces, otro gran hereje.

Monsiváis en ese momento ya ocupaba un lugar en los medios de comunicación, había sido director del suplemento México en la cultura, y probablemente temía que lo catalogaran como escritor gay, como sucedió con Blanco y como sucedió con Luis Zapata. Monsiváis, tal vez por su origen de familia protestante o por el deseo de ir construyendo un poder literario, o porque no sentía la necesidad de ligar su obra a ninguna identidad –ni sexual, ni geográfica– no se atrevió –ni nunca quiso– catalogarse desde su sexualidad.

La misma noche en que yo leía La estatua de sal que acababa de recoger en Somos Voces, me escribió Ernesto Reséndiz: “Estoy desolado, querido Sergio. Tratando de serenar mi corazón, para poder escribir algunas líneas”. Acababa de morir Luis Zapata. Ernesto no durmió toda la noche, me contaría después. Al día siguiente apareció su crónica “El beso del vampiro” en el portal Homosensual. Al final de su panegírico, muy a la manera de Novo, reveló un secreto: un beso robado, de soslayo, a su admirado Zapata en una habitación de hotel. “Solo un beso. Pero qué beso.”

Si los muertos nunca fueron indóciles, menos deben serlo los vivos que quedan aquí para recordarlos.

El día que velaron a Zapata en una ceremonia muy íntima en tiempos de COVID-19, mi homenaje personal embebido en la escritura de este ensayo fue releer Ojos que da pánico soñar, verdadero texto fundacional de la crónica-ensayo sexodisidente en México, no solo por su valor literario sino porque se publicó el primero. Para Reséndiz es el texto más profundo, agudo y visionario sobre la cuestión de clase en la homosexualidad que ha leído hasta ahora. Yo agregaría que la vivencia física en primera persona está vertebrada desde la intelectualidad con una enorme conciencia interseccional que cruza sexualidad, clase y raza sin mojigatería ni falsa corrección política.

La gran tesis de Blanco es que los cuerpos homosexuales claro que están marginados, pero la amargura de su represión tiene una cara dulce: “los valientes beneficios del rebelde, que no son intrínsecos a opción sexual alguna sino a una opción política”. El ímpetu de la disidencia tiene, también, un peligro sobre el que alerta Blanco: vaticina que los homosexuales de clase media, lugar de enunciación en el que se reconoce él mismo, tendrán un lugar en la sociedad porque el dinero rosa lo comprará para ellos. No es que la sociedad de consumo vaya a respetar a los gays por su dignidad, sino que serán tolerados porque el dinero gay es muy jugoso. Por eso, los homosexuales jodidos seguirán marginados y no podrán comprar garantía civil alguna. El sexo se banalizará para todos y los gays, en su conformismo clasemediero, caerán en el hechizo de abandonar su disidencia en pos de la anhelada tolerancia del consumo.

¿La profecía de un jovencísimo Blanco se ha cumplido? El activismo sexodisidente sigue existiendo, por supuesto, y ha renovado bríos. Pero la identidad gay en el 2020 de la pandemia (es decir, 41 años más tarde, y el número maldito emerge de nuevo) está construida en gran medida a partir del consumo de productos culturales y de la invención de un estilo de vida de narcisismo y autocomplacencia que aparece fortalecido en ciertas crónicas llamadas queer.[i] Instituciones normativas como la cultura, la educación, la familia y la industria capitalista asimilan, domestican y edulcoran las experiencias y las prácticas de sujetos no heterosexuales. Este proceso genera como resultado un sujeto LGBTQI+ aceptable, normalizado y liberal, escindido de la clase social, la racialización o la etnia a quien se le promete la posibilidad de un entorno gay despolitizado y privatizado, y cuya diferencia se ancla en el consumo y el estilo de vida, como ya ha postulado Lisa Duggan en sus reflexiones sobre capitalismo y disidencia sexual. Muchos productos culturales (el cine, la literatura de ficción, las redes sociales y también el periodismo) acaban asimilando y reproduciendo esta misma concepción domesticada del cuerpo y del sujeto “diferente” edulcorado con el adjetivo queer que, en el fondo, lejos de disidir de la norma heterosexual, acaba encarnando y reproduciendo los deseos y estereotipos de esta.

José Joaquín Blanco lo intuyó en 1979 y lo expresó de una manera tan poética como trágica. El autor cierra su crónica lanzando un deseo al aire: que la única salvación para no caer en este hoyo es la solidaridad entre clases, una utopía que no es la fantasía recurrente del sexo del hombre rico con el obrero, con el albañil, con el racializado y deseado chacal en una dinámica que no hace más que invertir (en la cama, no en la vida), la dinámica del amo y el esclavo. Blanco reza, en cambio, que me puedo solidarizar con el otro porque es otro que también soy yo mismo. He aquí su desposeimiento.

 Carlos Monsiváis: Que se abra esa puerta (pero sin prólogo)

El debate entre clase social, visibilidad y disidencia sexual ha cruzado continuamente en México a través de una comunidad heterogénea que tenía en común lo siguiente al ser representada en la prensa: si a un homosexual habría que rechazarlo no era tanto por serlo o por su actividad íntima, sino porque para el macho mexicano ser gay estaba muy cercano a ser una mujer. Por ello, no es casualidad que el primer referente contemporáneo de periodismo crítico después del VIH que tiene que ver con disidencias sexuales fuera la revista Debate Feminista fundada por en 1990 por Marta Lamas y donde Carlos Monsiváis participó como asesor y colaborador.

Lo que defendió Carlos Monsiváis es que, en el fondo de México, el rechazo, ante todo, era a la mujer y todo lo que se le asemejara, incluido el cuerpo gay. El escritor Alejandro Brito, pareja de Carlos Monsiváis durante mucho tiempo, cuenta en su prólogo que este le dijo: “Creo que de alguna manera la homosexualidad te da libertad. Parto de la base de que la opinión ajena me condena y, entonces, no trato de cortejarla”. Cuando Marta Lamas le propuso a Monsiváis reunir todas aquellas crónicas en un libro, al escritor le gustó tanto la idea que al instante concibió un título: Que se abra esa puerta. ¿A qué puerta se referiría?

Monsiváis iba a escribir el prólogo de aquel volumen la semana en que murió, en 2010. Su último suspiro debió llevarse alguna de las palabras que habrían integrado ese texto que solo existe en la imaginación. Otra obra inacabada que su autor nunca vio publicada en vida.

Encuentro en los orígenes de la crónica sexodisidente en México un gesto radical expresado desde la primera persona como una especie de liturgia imposible y hereje: la confesión sin penitencia de Novo en La estatua de sal; la comunión sin cuerpo posible que Blanco bosqueja en Ojos que da pánico soñar. Novo y Blanco ocupan la raíz del desposeimiento herético de aquellas crónicas de las que habría que recuperar, al menos, el impulso disidente, autoirónico, no exento de erotismo para cultivar la reflexión desde su propio reflejo. Apelo a releer a estos autores no para escribir como ellos, sino para no olvidar que en pos de las lógicas de mercado puede suceder lo de siempre: que los discursos emancipadores a un régimen de verdad –aquellos que ponen en peligro el statu quo, como el discurso de la disidencia sexual– acaban siendo normalizados por la práctica hasta que producen sus propias contradicciones o hasta que quedan neutralizados de su potencialidad política, hasta que su herejía fundacional se convierte en doctrina inquisidora.

Si he preferido transitar el trinomio cuerpo, sujeto y pulsión erótica para desnudar y recuperar el aliento del sujeto-singular (y no del sujeto-identidad) de aquellas crónicas sexodisidentes de Blanco y Novo, cruzaré ahora el Aqueronte, el río del inframundo griego, para recuperar una escena donde se mezclan el impuso erótico y tanático, en esta trinidad de la crónica gay.

El día del funeral de Carlos Monsiváis, el músico Horacio Franco se saltó todo protocolo y con sus brazos torneados desplegó una bandera del arcoíris sobre el ataúd del escritor, opacando la bandera mexicana. Silencio. Después, música. Una extremísima unción que, a Monsiváis, probablemente, no le habría agradado. Fue la forma en que Franco pagó a Caronte para que el muerto cruzara al otro lado, ya no poniendo monedas de ceniza en sus ojos, sino arropándolo con el símbolo que Monsiváis siempre celebró pero que nunca quiso habitar.

Si la herejía es la ruptura de un dogma (pero al fin y al cabo para fundar otro nuevo), ¿hay mayor acto de disidencia que ser hereje con el hereje?

Activemos, desde la crónica, la paradoja del espejo en el espejo.

Enlarge

portada-azul
Meses después de escribir el presente texto, durante el segundo verano de pandemia, hice una crónica sobre la Marcha “virtual” del Orgullo que se celebró en la Ciudad de México el sábado 26 de junio de 2021. Ahí constaté que, ante la falta de presencialidad, la marcha televisada (pero nunca la revolución) se convirtió en una pasarela de marcas que se apropiaron de la causa y neutralizaron cualquier ápice de agencia política. Ver https://gatopardo.com/opinion/cuando-la-disidencia-sexual-se-convierte-en-mercancia/.

***Este texto forma parte del libro colectivo Futuro Imperfecto, hacia dónde va el periodismo (Cristian Alarcón, Buenos Aires, UNSAM Edita, 2021), en el que 15 editorxs y directorxs de los medios más influyentes de hispanoamérica cuentan cómo ven el futuro del periodismo. Futuro Imperfecto, hacia dónde va el periodismo reúne un compromiso colectivo, el de abordar una profesión en crisis con optimismo crítico y pasión por seguir informando. Fue producido en el marco del programa de formación internacional Beca Cosecha Anfibia, en el que se realizaron clases magistrales e intercambios exclusivos con referentes del pensamiento contemporáneo global como Srecko Horvat, Mara Viveros Vigoya, Cristina Rivera Garza, Silvio Waisbord, Anabella Rosemberg, Vandana Shiva, Markus Gabriel, Yuk Hui, Inés Camilloni, Sayak Valencia, Jaime Abello, Paula Sibilia y Helen Hester. Además de estos encuentros, lxs becarixs participaron del SPA, Sensaciones Periodísticas Anfibias, un salón virtual coordinado por el periodista Cristian Alarcón, creador y director de Revista Anfibia y Cosecha Roja, para seguir aterrizando ideas. La experiencia se plasmó en Futuro imperfecto: ¿Hacia dónde va el periodismo?, el primer libro de la colección Futuro Anfibio, dirigida por Leila Mesyngier, coordinadora editorial de Revista Anfibia, y publicada en UNSAM Edita. 

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *