Lo primero son las moscas. Hay moscas en todos lados. Son tantas y se mueven, se alternan tan rápido, que sería imposible contarlas. Se arremolinan como un banco de peces a escala diminuta. Nublan la vista. Están encima: veinte en la espalda, diez en los brazos, cinco sobre la cabeza. Así como está, la escoba de cerdas naranjas del patio parece una obra de Damien Hirst que se cotizaría en millones.
Los perros ladran histéricos. Casi todos son bravos pitbull. Las moscas tampoco los respetan y se posan en sus patas, en los hocicos de los más apáticos. Hay 15 jaulas y solo tres están vacías. Un perro ladra con más saña que el resto, como si odiara.
“Ese perrito mordió”, dice don Alberto. “Lo vamos a tener que sacrificar”.
Los otros ladran y lloran, ladran y se irritan, ladran y se sientan. Se cansan. El calor, que pica, y el hedor a establo abandonado impiden quedarse más. ¿Cómo será estar meses dentro de esas jaulas sin sombra, cagadas, con un envase de agua turbia y con moscas en los pies, en la panza, en la boca? A don Alberto poco le afecta: “El cerebro divide la situación, el ladrido lo alcanzamos a escuchar pero no con la misma intensidad que alguien que no está aquí diario”.
Diez años de trabajar aquí lo han hecho inmune al olor y a las olas intermitentes de ladridos.
“Ayúdenme porque yo amo a los animales, trato de tenerlos lo mejor posible el tiempo que están aquí pero tengo que matarlos, y para mí es tan fuerte matarlos, pero prefiero hacerlo yo porque al menos sé que conmigo no sufren”, le dijo don Alberto a Jimena Ovieto, llorando, cuando se conocieron. Jimena es coordinadora de adopciones en una asociación independiente dedicada a la protección animal. El año pasado visitó los 28 centros antirrábicos del Estado de México y dice que el de Chalco —ese infierno fecal— es de los más respetables.
Alberto Aguilar Ramírez tiene el pelo blanco platino. Sacos púrpura caen hasta llegar a sus cachetes y cuando habla sus dientes inferiores parecen salirse de su boca, como mangles que compiten por protagonismo. Lleva puesta una camisa gris claro y trae la boca llena. Hace una seña para que lo siga.
—Órele, estamos comiendo —dice uno de los cinco empleados.
Entramos a un cuartito atiborrado de casilleros pintarrajeados, que bien podría ser el vestidor de un estadio de futbol amateur si no fuera tan estrecho. Aun así es todo a la vez: cocina, comedor, sala de estar…
Alberto y los demás comen parados, sin platos y en silencio. Me invitan. Hay un paquete de tortillas sudadas, resquebrajadas y una olla en la que se amontonan tiras de carne y pedazos de habanero. Ladridos en segundo plano. No puedo evitar pensar que estoy a punto de comer perro, tacos de perro. Me hago un taco, luego otro. Lo acompaño con un vaso de coca cola, tamaño fiesta infantil. Los tacos están buenos: el habanero pica y la carne no está chiclosa como parecía. Es res.
Solo en los últimos dos años seis centros de control canino fueron clausurados por evidencias claras de maltrato y sacrificio antirreglamentario. Jimena Ovieto estuvo presente cuando la Procuraduría de Protección al Ambiente del Estado de México (Propaem) clausuró el antirrábico del municipio los Reyes la Paz, donde los perros, para sobrevivir, se alimentaban de los cadáveres de los que no habían podido más.
“Encontramos fosas llenas de cadáveres, cadáveres apilados de perros y perros a los que mataban y mataban. Pasamos al área de las perreras y lo primero que nos encontramos fue un bultito, un cachorro en la esquina de la perrera y junto a él, tres cachorros más, muertos, roídos ya. En las perreras comunales el piso era como unos 5 o 10 centímetros de grosor de piel de perros, de perros que los habían dejado ahí desde el momento en que se murieron. Podías ver patas de perro, ahí en el piso”.
Cuando Jimena confrontó al director del antirrábico sobre la situación en la que estaban los animales, dice que la respuesta que obtuvo fue: “Ay, es que la gente me los viene a traer, me los vienen a abandonar… es que no tenemos para alimentarlos”.
Y es cierto. Los pocos centros que tienen los recursos suficientes para alimentar, esterilizar y dar en adopción funcionan gracias al apoyo de rescatistas, activistas y asociaciones independientes que costean los gastos. Antes de que se ratificara la norma 33 en el Estado de México en 2016, la electrocución estaba permitida en el estado como método de sacrificio. Era el método más económico. Pocos centros tenían lo suficiente para comprar barbitúricos (un frasco de 100 ml, suficiente para 10 perros, cuesta 350 pesos), y pocos realmente exigían los recursos al ayuntamiento para comprarlos. Además, según cifras de asociaciones de rescatistas y avaladas por directores de los centros, entre ellos Alberto, 70 por ciento de los perros que saturan a los antirrábicos son llevados ahí mismo por sus dueños.
Cuando empezó como personal operativo su trabajo consistía en capturar perros que estuvieran vagando por la calle.
Incluso si un centro se rehúsa a recibirlos, la gente se las ingenia para deshacerse de ellos. La directora del centro antirrábico de Texcoco, Alma Tapia, contó que una vez que le dejaron un perro, tamaño gran danés, en la azotea del centro. La mayoría los deja amarrados en árboles o los bota frente a la puerta y se va.
“A la gente se le hace muy fácil comprar un perro, desarrollarlo y de repente porque hizo algo malo en la casa, algo indebido, traerlo para que lo sacrifiquemos, porque saben que nosotros lo hacemos. ¡Te lo entrego y sacrifícalo! En paz descanse un amigo que decía: ‘¡Qué simpáticos, tienen un problema y lo traen y nosotros cargamos con toda la situación!’”.
Estoy con Alberto en la entrada del centro, y llega una señora, metro y medio de estatura, con un perro entre los brazos. Quiere dejarlo.
—Lo que pasa es que vivía en una casa sola y tenía manera de tenerlo pero ahorita ya me pidieron la casa y me voy a ir a rentar un cuarto en donde hay más vecinos y la verdad no lo puedo tener. Está bonito, no muerde el animalito. Tampoco quiero sacarlo a la calle porque se me hace feo. Entonces vine a preguntar aquí a ver si me lo reciben, a lo mejor va a estar mejor que conmigo.
Alberto contesta rápido, pausado y sin titubeos, es un discurso que parece saber de memoria.
—La situación ahorita está en que no tenemos lugar para recibirlo, entonces lo único que necesita usted, yo le recomiendo es, sáquele una foto, nos la da y nosotros la movemos. O si no llévelo a una amistad que sepa de internet y que lo ponga en adopción.
—¿Y qué le hacen a los perritos?
—Aquí están hasta que haya una persona que lo pueda adoptar.
—Pobrecitos animalitos.
Alberto llegó al centro antirrábico de Chalco en 2006 transferido desde el ayuntamiento, como hacen, dice, con todos a los que ya no quieren allí. “Creo que tenían la idea de que yo firmara mi renuncia, como una zona de castigo para cualquiera de los que estamos acá”.
Pero a diferencia de otros que apenas llegaban y se iban corriendo, don Alberto decidió quedarse.
“Lo que no contaban es que yo había tenido inicios en estudios de veterinaria y siempre me gustaron los animales. Para mí nunca fue un castigo”.
Cuando empezó como personal operativo su trabajo consistía en capturar perros que estuvieran vagando por la calle (agarraban en promedio 25 cada día), para después bañarlos, alimentarlos, y en caso de que nadie los reclamara tras 72 horas, sacrificarlos. Hoy la regulación ha cambiado. Ya no se permite capturar perros en la calle a menos que haya una denuncia por mordida o agresión, y solamente se sacrifica —con una sobredosis de pentobarbital, un anestésico que sobrepasada su dosis causa un paro cardiaco— cuando el perro está muy herido o es agresivo.
Aun así, el trabajo de don Alberto, o parte de él, fue y sigue siendo absurdo: no soluciona lo que se supone debería de solucionar, que es, entre otras cosas, “controlar la sobrepoblación canina en las calles”.
Alberto es Sísifo: un viejo empujando una piedra creciente sobre una colina que no solo no se acaba, sino que amenaza con caerle encima. Una montaña que se empina como asíntota y le tira la piedra encima cada vez que lo vuelve a intentar. Una piedra que se alimenta de la sociedad civil y de la que Alberto y sus colegas no son más que herramientas ejecutoras, inútiles verdugos. Cargar con más de 3 mil perros muertos (aunque sea sin dolor), y saber que eso no resuelve nada, cambia —disloca, endurece, pesa— a cualquiera. Don Alberto se lleva lo peor del trato. Toma al perro, lo ve a los ojos, “porque ver a los ojos es terrible, ¿no?”, y lo duerme. Y es peor. “Nos consideraban engendros del infierno”, me dice Alberto, y le pesa.
Chalco de Covarrubias es algo entre un pueblo olvidado y una ciudad. La avenida principal está en reparación: un tubo de metal, grueso como el tronco de un árbol viejo, se levanta desde la tierra y parte una calle en dos. Una pareja se da un beso que no termina, un niño duerme a la sombra de un toldo (de almohada usa una cuerda) y una niña con una falda de ballet se aferra a un poste y da vueltas, como si soñara. Pero como en casi cualquier pueblo terroso y semi olvidado, sobre todo hay perros. Perros que caminan, solos y en grupos; perros que se echan, solos y en grupos: en la sombra y bajo el sol. Afuera de la carnicería cinco mendigan las migajas que puedan caer y aunque inflados, se les ven las costillas. En la esquina, una perra negra carga seis pezones flácidos que rozan el piso: esta semana tendrá más perros.
Alberto gana 7 mil pesos por hacer un trabajo que es imposible. La matemática es simple: nunca se van a matar a suficientes perros comparados a los que están naciendo en las calles.
“De dos perros, calculando que en promedio tenga cada uno cuatro cachorros —aunque hay camadas que tienen hasta ocho— van a tener cada uno cuatro en promedio y esos cuatro, otros cuatro. Se calcula que después de diez años la descendencia de la primera perra puede sumar hasta dos millones de perros”, cuenta una mañana en su consultorio Adriana Sánchez de la Barquera, veterinaria y rescatista voluntaria.
Resolver esta situación sin estrategia y con pocos recursos se convierte entonces en una misión suicida. Dolor masoquista o goce sádico para cualquiera que sea el verdugo. Se estima que hay 5 millones de perros callejeros en el Estado de México, y solo 28 municipios (de 128 que conforman al estado) tienen centro antirrábico. Aunque no se ha hecho un censo, Alberto cree “a ojo de buen cubero” que hay unos 30 mil perros en Chalco. En su antirrábico no hay ni 30 jaulas.
En el despacho de Alberto hay cajas en repisas, cajas en el escritorio, cajas en el piso. El lugar se desborda de cosas, como si se fueran a mudar. Un mapa mal pegado en blanco y negro del municipio de Chalco cuelga detrás del escritorio y un pedazo de cinta canela tapa el switch de la luz, “sí no no sirve”. Le pregunto cómo fue el día en que tuvo que sacrificar al primer perro.
“Fue terrible. Fue terrible y sigue siendo. Fue un día en que tuve que entender, más que a los perros, al humano”.
En ese entonces el método de sacrificio aceptado era la electro insensibilización.
“Venía en el manual del procedimiento de la norma 33, que decía que tenías que ponerle un polo en la parte de atrás de la cola y otro en la parte de la cabeza, entonces era muy rápido, es cierto. Se iban tranquilizando… así como empezábamos a tranquilizar empezábamos a sacar al perrito que ya estaba tranquilizado para proceder a su sacrificio”.
La última palabra se le queda en la lengua, se alarga, como si no la quisiera dejar ir. De todos los perros que han pasado por sus manos, Alberto se ha quedado con tres.
“¿A lo mejor es la conciencia no? De repente los veía y decía, ‘este me lo llevo’. Inclusive muchos de mis compañeros hacían eso, decir, ‘este yo me lo llevo’”.
Hoy, Coni, Camila y Candas, esos tres únicos perros que se llevó Alberto a su casa, están enterrados en su jardín. Cuando le pregunto si piensa llevarse a otros me contesta que no, que ya no lo hace. Dice que está viejo, que teme morir antes que ellos y que no quisiera que tuvieran que regresar aquí.
Con la vaga esperanza “de que esto podía cambiar”, de que podía darle “una mejor situación a los perritos” Alberto carga una piedra que crece, que le pesa más. Tapándose los ojos con una mano, entregando el perro que ya no es cachorro con la otra, la sociedad civil empina la pendiente que tiene que subir
Alberto hasta hacerla vertical y convertirla en un muro. Y su trabajo tiene que ser el mismo: recibirlos, acariciarlos, ponerles nombre y sacrificarlos. Alberto dice que prefiere ya no nombrarlos.
“El sacrificio, la muerte, no somos nosotros los que la decidimos, la decide el dueño que deja a su perro en la calle o que lo dona. Nosotros simplemente somos el instrumento de esa persona. Y esa persona se va tan tranquila”.
Alberto hace lo que puede, dice pedir dinero al ayuntamiento para lo que necesitan y aunque no tienen el espacio suficiente para muchos perros, esterilizan a los que capturan y los regresan a la calle. Pero este dinero en la mayoría de los casos no llega: dice que se queda en los bolsillos del que lo tenía que mandar o de quienes los iban a recibir.
Con todo y este monstruo invencible, la situación en el Estado de México está lejos de ser la peor. En muchos estados el sacrificio se sigue practicando cada semana y la electrocución sigue siendo el método de manual. En Chiapas no está tipificado como delito grave el maltrato animal, y hay cientos de pueblos que ni siquiera tienen un antirrábico cerca.
“La matanza, aunque sea para controlar la sobrepoblación tampoco tendría que ser la solución. La solución es la esterilización”, concluye Adriana en su despacho, mientras juguetea con un cachorro beagle entre las manos. Adriana es veterinaria y hace campañas de esterilización gratuita en zonas de bajos recursos en todo el país. Pero la esterilización es cara, necesita de herramientas y personal capacitado.
Quizá no lo saben, pero son obreros de fábricas, de fábricas de caninos muertos que se hacen más grandes mientras en las calles más perros se reproducen sin descanso. Como Sísifo, Alberto tiene que ser fuerte. A sus 72 años dice que sería complicado conseguir otro trabajo. Al no firmar su renuncia al llegar, sí firmó su sentencia, la de un héroe trágico, un necio, un masoquista. La de un tipo que de antemano sabe que no puede derrotar al monstruo que tiene enfrente. Quizá Sísifo, si descubriera que su tormento no cumple ningún propósito, se destrozaría el cráneo contra la piedra que tan bien conoció y que tanto tiempo arrastró. Pero aquí, igual que en la mitología griega, tampoco es fácil zafarse.
Al leer este artículo no pude contener las lágrimas y ahora más que nunca me quedo tranquila de haber recogido a las dos perritas que tengo, no es fácil pero por lo menos están vivas y reciben mucho amor.