El monólogo de Raúl López es el primero de una serie en la que los reporteros de Perro Crónico rescatan el testimonio de algunas personas que, a un año del temblor del 19 de septiembre de 2017, comparten sus recuerdos, anhelos y lutos. Este ejercicio es también un homenaje al periodismo en primera persona y a las herramientas narrativas que practicó Gabriel García Márquez en Relato de un náufrago.

Se llamaba Enrique y todos le decían Lalo. Él me llevaba diez años y yo era el de en medio de una familia de tres hijos. Pienso en Lalo todos los días. Los dos jugamos americano y fútbol. Todos los equipos que sigo son por él: Los tiburones de Veracruz; el Barça y los titanes de Tennessee. Se quedó calvo a los 28 años y yo también. Los dos nos dedicamos a lo mismo, el deporte. Aunque él era mejor entrenador que yo, siempre fue el tipo de entrenador que todos los jugadores amaban. Yo soy al revés. Mi hijo lleva su nombre y sé que eso le da orgullo, o por lo menos a mí sí. Y pues también gracias a él soy rescatista.

Cuando tenía 18 años, en el 85, mi sueño era que un equipo de la división mayor de americano del país me fichara. Por eso a las 7:15 a.m. yo estaba en la cancha entrenando con mis amigos. Sin duda el peor temblor que he sentido; aunque yo era de las personas más seguras. Todo temblaba de forma muy agresiva pero yo estaba en una cancha abierta donde nada me podía caer encima. Estábamos muy cerca del centro, no tardamos en escuchar el sonido de edificios derrumbados o gritos de desesperación de la gente. A lo lejos podía ver nubes de humo por todas partes. Un amigo en pánico volteó y me dijo: “Ahora sí nos llevó la chingada cabrón.”

Cuando llegamos lo peor había ocurrido. El edificio ya no estaba ahí.

Todos corrimos a nuestras casas. Yo era de los más lentos y me desesperó ver cómo mis amigos se acercaban a mayor velocidad a sus familias que yo. Llegué a mi casa y encontré en la calle a mi mamá y mi papá que todavía no salían a trabajar. Javier, mi hermano pequeño, estaba vestido con su uniforme para ir a la prepa. “No sabemos si Enrique está bien, Raúl; tu mamá y Javier están bien pero tenemos que ir a buscarlo”, dijo mi papá. El alivio de ver a mis padres y a Javier me duró poco. En el momento que mi papá me recordó a Enrique sentí pánico. “Tal vez él va a venir hacia nosotros, papá”, dije asustado. Él también se veía asustado, más asustado que nunca… “No, tenemos que buscarlo nosotros”.

El edificio de departamentos de mi hermano no estaba lejos. Él y su esposa se habían casado sólo unas semanas antes del sismo; pero llevaban viviendo juntos desde hacía dos años. Mientras caminamos a su departamento pasamos muchos edificios derrumbados. Era obvio que había muchos muertos y eso no ayudó a calmarme. Había demasiado polvo y entraba en tus ojos muy fácilmente. Gritos por todas partes, gente levantando escombros, vidrios rompiendo con cada paso que daba. Entre más nos acercamos a los departamentos, más desesperación sentía, no aguanté más y le dije a mí papá que corriéramos. Cuando llegamos lo peor había ocurrido. El edificio ya no estaba ahí. Solo un montón enorme de escombros encima de mi hermano y su esposa.

No nos dimos por vencidos tan rápido. Durante muchas horas yo, mi papá y otras personas levantamos piedras. Intentando escuchar a alguien gritando desde los escombros. Pero eso no ocurrió ni ese día ni cinco días después. Para mí como para muchos otros ese día fue una pesadilla. Durante semanas escuchaba noticias de gente a la que salvaban. Los rescatistas salvaban gente sin esperar nada a cambio y también intentaron buscar a mí hermano el día después del temblor pero no tardaron en determinar que no había gente viva. El cuerpo de mi hermano y de su esposa, o lo poco que quedó de ellos nos lo entregaron hasta semanas después del temblor, y por supuesto lo sigo extrañando.

Para meterse a salvar a alguien no hay mucha técnica. Se necesita condición y huevos.

Es por él que me volví rescatista. Si algo así volvía a pasar no quería sentirme tan tonto como esa vez. Yo vi a los rescatistas salvar hombres, mujeres y hasta bebés. Si volvía a suceder tenía que saber qué hacer. Cómo ayudar. Los cursos son gratis, y más gente debería tomarlos porque si algo es seguro en esta ciudad es que va a volver a temblar. Después del temblor los grupos de topos empezaron a formarse. La gente se dio cuenta que eran necesarios y desde entonces hay cursos para cualquiera. Yo he participado en estos cursos desde hace años, no soy topo de tiempo completo. Soy reserva. Y si tiembla ya sé qué hacer. Hay técnicas para levantar piedras y romperlas. Hay técnicas para hacer poleas y tirolesas. Para meterse a salvar a alguien no hay mucha técnica. Se necesita condición y huevos. Porque cuando estás metros adentro no puedes echarte para atrás y menos si sabes que hay alguien atrapado ahí.

En el temblor del año pasado estábamos mucho más preparados y por eso hubo menos muertos. Curiosamente también me agarró en una cancha, pero ahora entrenando a mi equipo. Terminé el entrenamiento en ese momento porque llegaron mensajes del grupo de los Topos Azteca convocando a toda la reserva. Al mismo tiempo llegaron los mensajes de toda mi familia diciendo que estaban bien. Los Azteca me pidieron que ayudara con el edificio de Álvaro Obregón 286. Sabíamos que no se habían colapsado tantos lugares como en el 85, pero por lo menos yo tenía miedo. Fue un camino largo para llegar. Mucho tráfico como era de esperarse. Así que tuve que estacionarme y caminar muchos kilómetros. Fui decidido, sabía que mi familia estaba bien; pero obviamente todo el tiempo pensé en Lalo. Uno va con toda la actitud porque sabe que será un trabajo de muchos días.

Cuando llegué a la calle Álvaro Obregón ya estaba cansado. Pero en cuanto vi el edificio en ruinas me entró la adrenalina. El grupo de topos con el que yo trabajo es de treinta rescatistas y yo fui de los últimos en llegar. Todos ya estaban quitando escombros; la gente gritando y otros llorando. El polvo en tus ojos y boca. Tus manos adoloridas y manchadas. Durante todo el tiempo que estás rescatando estás preocupado por la gente atrapada. Trabajas triste pero motivado. Era un edificio de oficinas y sabíamos que había mucha gente atrapada. El líder de mi equipo, Miguel, nos dijo que el edificio se cayó en menos de treinta segundos, pero esos segundos fueron suficientes para que muchos bajaran por las escaleras de emergencia. Los que se quedaron atrapados fue por esas escaleras y trabajamos mucho para sacarlos. Había más de cincuenta personas enterradas y todos merecían salir.

Yo siempre respiro muy hondo antes de entrar.

El primer día sacamos a siete personas. Todos los que salen lloran porque se dan cuenta que tienen una segunda oportunidad de vivir la vida. Fue hasta el cuarto día que yo me tuve que meter. Estaba descansado y preparado. Para ese entonces ya se había rescatado a quince personas y obviamente yo quería sacar a alguien. En tu mente trazas la ruta que tomarás una vez que estás dentro. Lo mejor es hacerlo con calma, si haces bien las cosas hay menos probabilidad de que alguien salga lastimado. Yo siempre respiro muy hondo antes de entrar porque sabes que te vas a sentir limitado en movimiento y ahí adentro el polvo es mucho más intenso. Yo rescaté a una mujer llamada Sandra. Mientras avanzaba le pedía que hablara conmigo. Cada minuto yo le preguntaba: ¿Estás bien, Sandra?.”Sí pero ya sáquenme”, respondía ella desesperada.

Ya había una salida. Solo tenía que encontrarla y sacarla. Pero esto es complicado, los túneles que hacemos no son del todo seguros, pueden desplomarse en un segundo. Y cuando estás ahí dentro sabes que te puede caer encima. Pero sigues; tienes que seguir para sacar a alguien. Cuando por fin pude verla, ella se veía débil; toda su cara estaba manchada con tierra y ella lloró mucho cuando me vio. Pero no acaba ahí todo. Sacar a alguien también es peligroso porque tienes que tomar tu tiempo y muchas veces si el rescatado se impacienta puede causar movimientos bruscos y peligrosos. No sólo tienes a todo tu equipo esperando a que salgas. Está también el rescatado, tu familia, su familia y todo el país esperando y rezando para que salgas vivo. Después de cuarenta minutos la pude sacar. Todos aplaudieron y yo y Sandra lloramos. No hay nada como saber que está a salvo y eso todos lo saben. Todo sufrimiento termina.

Soy rescatista por mi hermano Lalo. Me hubiera gustado que cuando él murió hubiera habido más rescatistas. Tal vez habríamos tenido el tiempo suficiente para sacarlo a él y a su esposa. Me volví rescatista para honrarlo a él; sé que estaría orgulloso de mí, y probablemente si yo hubiera muerto en el 85 él también sería rescatista. Me meto en los escombros porque me gustaría que alguien se metiera por mí y por mi familia. Me siento capaz de hacer el trabajo bien y soy de los que lo pueden aguantar. Me hace más fuerte. Trabajamos dos semanas en el edificio de Álvaro Obregón 286. Se rescató a a 28 personas y murieron 49. En los cursos siempre nos dicen que no podemos salvar a todos; pero tenemos que intentarlo.

*Este texto fue elaborado en la clase de Diseño y Edición de Publicaciones a cargo de Federico Mastrogiovanni, que forma parte del Subsistema de Periodismo de la Licenciatura en Comunicación de la Ibero.
Foto: David Alexis Nolasco (Edificio colapsado en Álvaro Obregón 286 el 19-09-2017)
Edición: Federico Mastrogiovanni y Sergio Rodríguez Blanco

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