Anoche había sombreros, pero no hubo revolución.
Había crestas punk, pero no hubo actos de rebeldía.
Había coronas hippies con flores, pero no había amor y paz.

Fue un grito como cualquier otro, tan protocolario como la misma política. Una plancha del Zócalo diseccionada por la masa. Medio vacía y nada alegre, lo correcto era seguir con la tradición, un acto de solidaridad mexicana, pues aunque el político abandona, los mexicanos no. Ellos asisten y hacen como que gritan, como que festejan, como que se sienten libres, poniendo en práctica aquella frase célebre: ¡El pueblo / unido / jamás será vencido!

En las calles que rodean el Zócalo, las filas aguardaban largas y desesperadas, incluso diez minutos antes de que el Presidente Enrique Peña Nieto saliera al palco. De pronto repicaron tambores militares y con ello una cadena de mentadas de madre, con chiflidos y trompetas.

El ingreso fue rápido, pero en la plaza no había espíritu, no había risas, no había bromas ni albures. Había zombies, gente que gritaba por inercia, que a lo mejor asistió porque no había nada que hacer en casa o porque querían ver el último grito del mandatario. Lo único familiar al arribar al Zócalo fueron los empujones y las aglomeraciones muy propias de la vida cotidiana en la capital. De lo demás, ni un poquito de fiesta.

Un grito carente de congruencia al que los mexicanos respondieron con balbuceos desganados.

Dieron las once en punto de la noche y allí estaba el hombre con banda tricolor dispuesto a seguir con la rutina anual, tomar la bandera, repicar las campanas y gritar. Y así lo dijo nuestro “Lord”. ¡Que viva México! Un grito carente de congruencia al que los mexicanos respondieron con balbuceos desganados.

-¡Que viva México…!

-Amén.

Como buenas y buenos patriotas sabemos algunos de los nombres heroicos que nos dieron patria y libertad y que a veces se modifica el status quo y se proclama el estado de excepción, y que con ello viene la cara más oscura del espectáculo: en todo el país se sofocan, ametrallan, amenazan, cortan, roban, discriminan, mutilan, queman, ignoran, desprecian, violan y desaparecen cuerpos, muchos cuerpos.

No hay culpables, no hay respuestas, no hay reclamos, solo se asiste para dar un grito ahogado, a pasar el rato, a distraerse; se asiste para hacer bulla y para los mañosos, un excelente punto de encuentro para poner en práctica el oficio de carterista y todos sus derivados. Tradiciones al fin.

Por ser el último grito de Peña Nieto, muchos esperábamos una revuelta, una manifestación, un estallido, pero no hubo nada, únicamente silencio. El silencio como acto de resistencia y como forma de protesta.

Ellos miraban y nos miraban desde arriba, como siempre.

Después llegó la hora de los fuegos artificiales. Con un movimiento frívolo y hermético, las cabezas de los presentes voltearon del palco presidencial a la catedral. Inició el espectáculo luminoso amenizado por música mexicana. Las luces bailaron al ritmo de la música y luego esas luces comenzaron a opacarse por el humo.

Cuando menos me di cuenta, en el palco ya se encontraba toda la familia presidencial y en los demás palcos, otros que se postraban en sus sitios. Ellos miraban y nos miraban desde arriba, como siempre. El público no bajaba la mirada, sólo observaba al cielo. Lo mismo daban cien o doscientos años de independencia, porque la democracia se ha vuelto tan incómoda como un mezquino en el talón del pie.

Una escena que bien representa los resultados del grito de aquella noche en 1810. Y la tradición no se rompió la noche de este 15 de septiembre de 2018. Dos siglos después, nosotros los insurgentes, seguimos mirando hacia arriba, hacia donde está la elite.

*Fotografía: Bicky Ramírez
*Edición: Sergio Rodríguez Blanco

(Las opiniones expresadas en las columnas son responsabilidad de sus autores y no representan, necesariamente, la línea editorial de Perro Crónico)

2 thoughts on “Un grito ahogado

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