Hace más de medio siglo la Heladería Roxy llegó a una de las colonias más antiguas de la Ciudad de México, la Condesa, y ha sobrevivido a la saturación de restaurantes y antros que la convirtieron en referencia de la vida nocturna. Entre sus clientes hay modelos que comen banana split creyendo que no las hará engordar y un colombiano que da lengüetadas rítmicas a su nieve de mamey.

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Ilustración: Aída Elías Calles

En la esquina de Mazatlán con Fernando Montes de Oca, hay una casa de paredes vainilla y toldo pistache. Quizás haría falta un tinaco carmín con una cereza simulada en el techo como emblema de que Roxy es la heladería del barrio.

Son las doce del día y hace mucho frío. ¿Quién compraría un helado con esta lluvia? Los árabes toman té hirviendo para contrarrestar el calor del desierto. Algo parecido podría suceder con el helado. Pero no. Pasan dos horas y nadie llega. La Roxy sigue con las cortinas cerradas a media asta. Los heladeros saben que el frío y el helado no van y se tardan en abrir.

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Ilustración: Aída Elías Calles

Por fin, levantan las cortinas completas, la banqueta sigue mojada y el suelo resbaloso. En la barra recibo un helado de cereza en cono. Tardo unos segundos en notar a qué me sabe, no en la lengua, sino en la memoria. Me sabe al almíbar del frasco de cerezas de la casa de mi abuela. Esas cerezas que mi abuela escondía en el fondo del refrigerador y que Sebastián y yo encontrábamos detrás de los frijoles o de los chiles en vinagre. El frasco era tan grueso que no podíamos girar la tapa nosotros solos. Mi abuela sólo nos daba una a cada quién. Lanzábamos el cuerpo hacia atrás como bailando limbo en carnaval y ella, del rabito, ponía la cereza en nuestras bocas.

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Ilustración: Aída Elías Calles

La Roxy es una fuente de sodas de los años cincuenta. Doña Ana, sentada en un banco pistache con una malteada de fresa enfrente, se siente como en su casa, vuelve a su infancia.

—Nada ha cambiado: la marquesina, la barra alta y brillosa, los platitos alargados del banana split, los gorritos (de los heladeros), los cojines de los bancos. La Condesa…me hace sentir niñita. Por eso me gusta venir aquí.

Doña Ana acaricia la barra.

—Afuera me siento muy vieja. Aquí me siento muy guapa.

Yo no viví en los cincuenta así que en la Roxy tengo la sensación de estar en una película. En cualquier momento podrían llegar Danny Zuko y Sandy, de Vaselina, a bailar encima de la barra cromada. O Marty McFly, de Volver al futuro, chapeado y de chaleco anaranjado, y Chuck Taylor, el creador de los tenis Converse, a preguntarnos en qué año estamos.

La Roxy vende helados que saben en la lengua y en la memoria.  El negocio fue creado a fuerza de la nostalgia de Don Carlos Gallardo, su primer dueño. Después siguieron otros Gallardos. Don Carlos cerró el Cine Roxy en Guadalajara para vender “nieve blanca” como la que alguna vez comió en La Barca, un pueblo de Jalisco. A él la nieve blanca le sabía a La Barca igual que a mí el helado de cereza me sabe a frasco y, a Luis, el de turrón le sabe a veranos en Santander.

Son las tres de la tarde y entran dos niños de cabellos relamidos, uniforme azul marino y zapatos ortopédicos. Su madre, una mujer pequeña en jeans apretados, que carga una bolsa de mano del tamaño de su torso, los llama y les pide que no griten. Los niños hacen caso omiso y se suben a dos bancos de la barra.

Ella es Martha y ha traído a Miguel y a Mauricio cada miércoles durante tres años.

–Menos cuando nos portamos mal y no queremos hacer la tarea –interrumpe Mauricio.

Martha siempre pide un helado de turrón y Miguel una malteada de chocolate. Mauricio pide su helado de vainilla en vaso porque le gusta correr entre las bancas mientras se lo come.

–Una probadita y corro y vuelvo por otra probada –dice mirando a su madre.

Son fanáticos del helado aunque ambos lloraron la primera vez que les metieron una cucharada de nieve de limón en la boca.

En una de las vueltas de Mauricio, en el camino de regreso, choca con un hombre alto que al detenerlo con ambas manos le dice “¡Eh monito!”

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Ilustración: Aída Elías Calles

Daniel vive cerca y por lo menos una vez por semana viene a la heladería. A él le gusta la nieve de mamey y los banana split. No hay nada como esto en Colombia. En la Cuidad de México hay tan buen helado como tinto en Medellín.

–Recomiendo este helado a todos los parces que se vienen de viaje aquí. Todo tranquilito y la Condesita es muy linda. Pero yo nada más a pie, jamás podría manejar hasta acá, los mexicanos están locos.

Daniel es un hombre con cuerpo de niño y cabello avainillado. Está tan flaco que pareciera que no come nada más que helado; sólo helado de la Roxy.

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Ilustración: Aída Elías Calles

Se sienta en una de las mesas de la esquina, solo, mirando hacia la calle, dándole lengüetadas rítmicas a su helado. Ya se lo sabe de memoria, lengua a la izquierda mientras gira el cono a la derecha. No chorrea, no platica, no juega con el celular. Él observa y come.

A unos veinte pasos, un muchacho de traje azul y corbatín tejido se sienta en una de las bancas de afuera. Sobre las rodillas los codos y sobre los codos las manos que teclean en el celular. Mira hacia la marquesina, se olvida del trabajo y camina a la barra.

–Para mí uno de mamey con vainilla  –le dice al heladero.

Da las gracias y toma el cono. Regresa a su lugar pero se guarda el trabajo en la bolsa del saco.

José vivió hasta los once en un tercer piso en la esquina de Alfonso Reyes en la Condesa. Él fue un niño de la Roxy.

–Íbamos en coche pero nos estacionábamos cerca. Yo iba por el helado y nada más. Llegaba me lo comía y ya.

Recuerda que un día, no hace mucho, después de pasar a recoger a su novia, se dio cuenta de que no tenía más que cuarenta pesos y poco menos de un cuarto de gasolina.

–La traje por un helado. Me alcanzaba perfecto. Ella lo pidió de cereza y yo de mamey con vainilla. Me lo comí muy rápido y ella muy lento, por eso pedí dos bolas para mí y sólo una para ella. Nos sentamos en la banca de afuera y le confesé que ya no tenía dinero. No me dijo nada. Se sentó en mis piernas y la abracé. Nos lo comimos en silencio.

Wendy y Karla pasan por la banca de José pero él ya se ha ido. Entran con el pelo amarrado en un chongo y  tenis sucios que dejan huellas de lodo. Se sientan en los bancos de la barra, de espaldas a la calle. Se arreglan el peinado en el espejo; se toman una selfie con el teléfono y cada una pide un banana split. Cabizbajas miran su celular.

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Ilustración: Aída Elías Calles

Mueven el dedo de arriba a bajo con rapidez pero sus caras son de aburrimiento, de hastío facebuquero. Comen lento y sin hablar. Wendy es la que mira a su alrededor, lo hace  sólo un par de veces. Karla ni siquiera pone atención a la banana, cucharea desganada y después engulle el helado en automático. Son modelos castigándose. Ellas no pueden comer lo que quieren, su madre las regaña cuando suben un kilo. No azúcar, no pan, no grasa. Y en temporada de sesiones fotográficas: sólo espinacas a la mexicana. Recuerdan el primer día que su madre las reprendió por gordas y su tía Betty las llevó a la Roxy. La tía pidió un banana split y guiñándoles un ojo les prometió que ésos no engordaban.


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Ilustración: Aída Elías Calles

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Ilustración: Aída Elías Calles

El heladero me ve pero no dice nada. Son las 11 de la mañana y ellos friegan el suelo sin música, gritos ni risas. Sólo se escucha el  movimiento de las escobas que se restriegan contra el piso y mandan el agua hacia en frente. Cada mañana, la Roxy se convierte en una malteada que chorrea las calles de espuma.

Toreo los charcos de espuma y al llegar a la barra me encuentro con un heladero. Nos vemos hasta que él levanta una ceja. Pido uno de cereza y regreso a la banca.


El  éxito de este postre está en la temperatura. Si no está frío, no es helado, es crema.

Un heladero tiene que aprender a cucharear: deslizar la cuchara natural y suave por el helado. Y después presionar lo suficientemente firme para evitar que la bola ruede fuera, pero a la vez delicado para no romper el cono. La bola perfecta requiere de un buen heladero  y de un buen helado, que debe mantenerse a menos trece grados.

Los heladeros se defienden de la energía calórica que produce la música. El helado debe ser protegido del calor, de otra manera para cuando llegara a manos del cliente, chorrearía y La Roxy, en lugar de vender helados, ofrecería derretidos.

Los heladeros son reflexivos y observadores. Quizás no hablan porque creen que el helado debería comerse a solas o en silencio, como un ejercicio de contemplación, un placer individual.

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Ilustración: Aída Elías Calles

Un buen domingo, de ésos en los que la fila llega hasta la casa de rejas negras, un heladero podría parase erguido sobre la barra y con una cuchara como micrófono gritar ¡SILENCIO! Todos enmudeceríamos del susto y, diez segundos después, el murmullo se alzaría de nuevo. Esto sólo avivaría la ira del heladero cuyas llamas derretirían el helado. Los heladeros callan porque saben que a menudo hablar sólo complica las cosas.


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Ilustración: Aída Elías Calles

Ya han terminado de lavar; las cortinas empiezan a levantarse y ellos se acomodan el uniforme. Están listos para abrir. Un tinaco cereza cae del cielo y se posa en el techo color vainilla.

La caja registradora campanea y hasta entonces noto que no me han cobrado. No digo nada para no romper el pacto. Así que saco un billete y lo dejo sobre la barra debajo de un servilletero. El heladero que acomoda las sillas voltea y mueve la cabeza en señal de confidencia.

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