Cuando le llegue la muerte, Elena prefiere quedarse petrificada en su cama antes que verse encerrada en un ataúd. Junto con Don Luis, Edson y Eduardo trata a diario con restos humanos.
El panteonero no pierde la sonrisa mientras exhuma cuerpos y arregla las fosas del cementerio de Cuatro Caminos.
La pareja de embalsamadores trabaja con agilidad durante ocho horas para evitar la descomposición de los cadáveres y el cremador tiene el apoyo incondicional de su esposa porque su trabajo es honrado: incinerar nueve cuerpos al día.
EL PANTEONERO QUE LE SONRÍE A LA MUERTE
José Luis Becerra López toma largas siestas en una tumba que le sirve de oficina. Aquí guarda su pala, sus cubetas y cinco bolsas llenas de huesos. Hasta ahora los familiares del difunto no han venido a reclamarle.
Lo veo aproximarse a lo lejos cargando una carretilla vieja a la que le rechinan las llantas. Su paso es lento y, por la luz del sol, se resiste a levantar la mirada. Tiene la sonrisa contagiosa con todo y que está chimuelo. Lleva 20 años entregado a la misma rutina: exhumar cuerpos, sacar restos y arreglar la fosa en el panteón Sanctorum de Cuatro Caminos.
Su oficio como panteonero le llena de orgullo: gracias a él mantiene a su esposa, tres hijos y un nieto.
—Prefiero no hablar de mi salario.
Cuando hurga entre las bolsas, los restos tintinean como botellas. Da un trago a su Coca-Cola; luego arroja los fragmentos en su carretilla.
—Apenas en la mañana saqué unos huesos. ¿De qué quieres ver? ¿De adulto o de niño?
—¿Tiene algún cráneo?
—Híjole, ese ya se deshizo. Están los brazos y un pedazo de cadera.
En su andar por el panteón, Don Luis se topa con monedas, amuletos con cabellos, gallinas decapitadas y cabezas de cerdo. Quienes practican brujería luego no recogen su tiradero.
—Viene gente a pedir permiso a los muertos para hacer sus hechizos. Se hincan y comienzan a usar otro idioma, van de tumba en tumba hasta que el muerto les dice que sí.
El hombre se ríe. Otra vez. ¿Por qué no deja de sonreír? Ahora guarda un par de monedas embrujadas en su bolsillo. De entre los agujeros de su dentadura se escapa el humo del cigarro..
—También vienen en busca de cráneos y tierra de panteón, pero eso está penado. Los muertos merecen respeto.
Luego toma su carretilla y la pone a rodar.
DOS EMBALSAMADORES
Edson Zarco aprovecha su receso para tirarse al piso entre dos planchas de embalsamar. Acaba de dedicar tres horas preparando un par de cuerpos. Ahora se entretiene con la pantalla del celular.
Está habituado a ver la “esencia” de los cadáveres, así le llama cuando sus órganos están expuestos. Esta sala, pese al lugar común, no despide olores fétidos, sino el aroma del cloro entre sus deslumbrantes paredes blancas.
En la embalsamadora también trabaja Elena Téllez. Baña, viste, maquilla y evita la descomposición de los cuerpos desde hace siete años. Su kit consiste en formol, glicerina, germicidas y un poco de alcohol (etílico).
A lo largo de una jornada de ocho horas, Elena y Edson “atienden” un número similar de cadáveres. Trabajan rápido porque después de 120 minutos los cuerpos comienzan a gasificarse e inflarse y, a veces —cuentan— producen larvas.
El caso que más ha impactado a Elena es el de un hombre que mató a sus dos hijos y su esposa, y luego se suicidó. Tanto la familia de él como la de su mujer dieron digna sepultura a los asesinados pero dejaron abandonado en la plancha al homicida.
—Aquí se sentía una vibra bien fea y pesada. La familia no estaba interesada en velarlo. Después de tres días, el cuerpo se cubrió con sábanas y se mandó al cementerio.
Elena explica que al embalsamar un cuerpo puede evitar su descomposición hasta por un periodo de dos meses
—Luego sus orejitas se ponen verdosas y el tejido se echa a perder.
Es especialista en la conservación temporal de los cadáveres pero confiesa que no soporta el encierro en la sala de preparación. A tal grado llega su claustrofobia que al morir no quiere que la metan en un féretro.
—Siempre le digo a mi familia que después de tres días de muerta me dejen en mi cama, aunque me mosquee. ¡Imagínate qué desesperación estar en una caja!
EL CREMADOR
Eduardo Mendoza recibe en el estacionamiento del crematorio al primer cadáver del día. De lejos se escucha el llanto desesperado de una joven que se despide de su abuela. El hombre, apuesto y reservado, dice que ha superado el trauma de su primera cremación.
—Me saqué de onda cuando tenía que meter (el muerto) al horno. Dije ‘¡no, yo no lo agarro!’ Pero mi entrenador fue tolerante y ahora me siento muy a gusto con lo que hago.
Al día incinera nueve cuerpos, pero no se limita a eso. Debe presenciar la llegada del ataúd, lidiar con las despedidas, limitar la presencia de la familia a lo largo de la cremación, colocar el cadáver en un carrito de servicio y programar el horno.
A su esposa, este oficio no le agrada del todo.
—Pero me apoya incondicionalmente porque es un trabajo honrado que me alcanza para mantenerla a ella y al bebé.
Un muerto tarda dos horas en desintegrarse, dependiendo de su peso y estatura. Dice que no siente nada. Que son cuerpos y es “lo normal”.
Eduardo abre ahora el horno para incinerar a una mujer y un feto de siete meses.
¡Excelente!