Activistas como ella pueden estar a punto de modificar la ilegalidad de paliar el dolor con cannabis.
En una gaveta de la cocina, Margarita Garfias guarda los goteros con el aceite de cannabis que ella misma prepara. El consumo diario de dos gotas por la mañana y tres por la noche evita que su hijo de 16 años, Carlos Avilés, convulsione incontrolablemente. Cultiva la marihuana en su propia casa, legalmente, desde hace unos meses. Durante un par de años lo hizo en la clandestinidad. En México todavía hay dificultades legales para acceder a esta planta con fines de tratamiento medicinal.
Cuando Carlos nació prematuramente en 2003, lo primero que llamó la atención de sus padres fue el color tan oscuro de su piel. El detalle al inicio no los alarmó y más bien dio pie a que pensaran que Margarita había dado a luz a un bebé “muy morenito”. Después sabrían que ese tono de tez era consecuencia de una falta de oxígeno que provocó en el recién nacido daños neurológicos y motrices irreversibles, entre ellos el Síndrome de West, un tipo de epilepsia por la que el niño pasaría toda su infancia entre ataques convulsivos, hospitales y media docena de fármacos.
Durante 12 años, en la casa de los Avilés Garfias fue costumbre que una maleta permaneciera a un costado de la puerta en caso de que Carlos perdiera la conciencia, su cuerpo rígido se sacudiera sin control y hubiera que salir a toda prisa al hospital para salvarle la vida. Las crisis eran tan frecuentes que, cuando era la vecina y no alguno de sus padres quien la recogía de la escuela, Fernanda, la hija mayor de la familia, sabía que algo andaba mal con su hermano y que esa noche de nuevo dormiría en el hospital.
Cuando Carlos alcanzó la pubertad, los medicamentos diseñados para tratar su enfermedad dejaron de surtir efecto, por lo que al aparecer las convulsiones la única opción para detenerlas era inducirlo a un coma farmacológico. Las drogas sumergían a Carlos en un sueño profundo y frenaban la actividad eléctrica anormal en su corteza cerebral, pero también se llevaban consigo todos sus recuerdos y memorias: cada vez que Carlos despertaba de un coma, era como un recién nacido otra vez.
Bajo un estado epiléptico, intoxicado de benzodiacepinas y con sus órganos y vida en riesgo fue como el menor llegó al hospital en 2015. En esa ocasión, Margarita y su esposo se negaron a que le suministraran más fármacos al debilitado cuerpo de su hijo. Bajo la supervisión de su médico tomaron una decisión radical: intentar un tratamiento que había arrojado resultados preliminares positivos en otros países, pero que no estaba disponible en México. Consistía en el uso de cannabis medicinal.
“Un frasco de 100 mililitros de cannabidiol aislado” indicaba la orden que el empleado introdujo en una caja que cruzaría la aduana hasta la residencia de los Avilés Garfias en la Ciudad de México. Había que esperar varios días, pues el dispensario más cercano se encontraba en Estados Unidos, algo que no siempre fue así.
En el número 33 de la calle Sevilla en la Ciudad de México aún existe el inmueble que hace casi ochenta años operó como uno de los dispensarios autorizados por el gobierno para proveer de narcóticos a las personas que tuvieran una receta médica para ello. Un letrero en la fachada del lugar lo identifica hoy como una guardería infantil, pero en 1940 fue un sitio en el que las personas encontraron alivio para sus enfermedades y adicciones, bajo supervisión profesional. Los centros se desmantelaron después de cuatro meses de funcionamiento, cuando Estados Unidos gestionó un embargo de medicamentos, probablemente como medida de presión para que México estableciera la prohibición.
Mientras perduró aquella política en México, uno podía acudir con un médico autorizado y argumentar dolor muscular, insomnio, traumatismo o que se encontraba recuperándose de una adicción para que el doctor aprobara el consumo de alguna dosis de marihuana, cocaína o morfina sin que esto implicara el riesgo de ser arrestado.
Como desde los años cuarenta estas sustancias se encuentran prohibidas, la única alternativa para Carlos y su familia para hacerse de algún producto con cannabis ha sido comprarlo en el extranjero a un precio mensual de 10 mil pesos, entre tarifas aduanales y honorarios de un abogado.
Suministrado con gotero debajo de la lengua, el derivado de cáñamo logró que el menor recuperara la conciencia y se mantuviera así durante 8 meses, el período más prolongado sin convulsiones que había tenido en su vida. Pero para continuar así, había que conseguir un medicamento más concentrado, cosa que en México era ilegal.
Cuando en 2016 la señora Garfias comenzó a traer escondido en su maleta el aceite de cannabis desde Estados Unidos, sabía que si era sorprendida, se le acusaría de tráfico de drogas y enfrentaría una pena similar a la de un narcotraficante, unos 25 años de cárcel.
Aunque temía que la arrestaran y que la separaran de sus dos hijos, entró a México con la medicina ilegal incontables veces. No se arrepiente de haberlo hecho, pues desde que Carlos la consume hace cuatro años, no ha vuelto a sufrir de convulsiones y su dosis de medicamentos se redujo a la mitad.
Como “el primo del amigo del vecino” la mujer de 42 años se refiere a la persona que le vendió marihuana por primera vez, cuando los constantes viajes fuera del país para traer el medicamento de Carlos se volvieron incosteables y el riesgo de ser descubierta al cruzar la frontera por tierra se incrementó.
Comprar la hierba a un desconocido en la calle también implicaba riesgos. Terminó cansándose de obtenerla de un narcomenudista en una esquina o de un muchacho en un campus universitario que no sabía qué le vendía, así que decidió aprender a cultivar.
Cuando conoce a alguien nuevo, Margarita se presenta como “Carlóloga”, es decir, ‘una experta en Carlos’. Dice en tono de broma que sabe tanto sobre epilepsia y cannabis como de Gerencia y supervisión de la industria textil, la carrera que estudió en la universidad. A cultivar marihuana aprendió en internet y de otras madres en su misma situación.
Desde marzo de 2020, en la casa de los Avilés Garfias se puede cultivar marihuana de forma legal porque la familia consiguió un amparo. Margarita pasó los dos años precedentes cultivando la planta en la ilegalidad para producir la medicina de su hijo, pues el mantenimiento anual, dice, oscila apenas en unos dos mil pesos: plantó las semillas en macetas, abonó la tierra, fertilizó los brotes, alimentó las plantas con luz especial, cosechó, cortó y secó las hojas en su propio hogar.
El resto de la población, sin un amparo, apenas puede poseer cinco gramos marihuana, dado que su uso en México continúa sin estar regulado, aun cuando desde 2017 se reformó la Ley General de Salud (LGS) para reconocer las propiedades medicinales del cannabis y esto suponía la creación de un reglamento para su acceso. Margarita se sabe privilegiada y considera esto como una injusticia. Lo mismo opina Luisa Conesa, abogada que la convenció de demandar por esta omisión al gobierno mexicano.
El mensaje fue emitido ante los presidentes de más de veinte países en una sesión de la Organización de Naciones Unidas (ONU) reunidos en 2016 para discutir el futuro de la política internacional de drogas y fue transmitido en vivo a través de los principales medios de comunicación mexicanos. Por primera vez desde 1940 un Ejecutivo Federal mexicano expresaba una postura progresista acerca de la marihuana.
“Se debe asegurar la disponibilidad y un mejor acceso de la sustancias controladas para fines médicos y científicos; evitando, al mismo tiempo, su desviación, uso indebido y tráfico. Esta propuesta se deriva del amplio debate nacional sobre el uso de la marihuana, al que convocó el Gobierno de México, con expertos, académicos y representantes de la sociedad civil; como presidente de México, en esta sesión especial doy voz a quienes ahí expresaron la necesidad de actualizar el marco normativo, para autorizar el uso de la marihuana con fines médicos y científicos”, fue parte del discurso de Enrique Peña Nieto, Presidente de México.
Cuatro años y un cambio de gobierno después, el discurso continúa sin materializarse; con Peña Nieto se reformó la Ley General de Salud, pero no se emitieron las reglas para el uso de la planta. Los pacientes se quedaron sin acceso al cannabis medicinal, pero no así once empresas que tenían interés en comercializar otros productos a base de marihuana.
Durante las últimas dos semanas de noviembre de 2018 y a punto de dejar la dependencia a cargo del gobierno actual, la Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios (COFEPRIS) “autorizó” a dos compañías de capital estadounidense, dos canadienses, una española y seis constituidas por mexicanos (una de ellas creada un día antes de la expedición de los permisos) para lanzar al mercado un total de 57 productos hechos con cannabis que no brindan tratamiento para ninguna enfermedad como: aceites para masajes, cremas y bálsamos de uso cosmético, bebidas azucaradas y gomitas con cannabidiol sin grado medicinal.
El anuncio no gustó a los activistas en México como Margarita Garfias, que durante años presionaron al gobierno para regular el uso de la marihuana medicinal. Así se lo expresaron al entonces comisionado de la dependencia, Julio Sánchez y Tepoz. Derivado de esto hay procesos penales en curso, según explica Lisa Sánchez, de México Unido Contra la Delincuencia (MUCD); mientras que la abogada Luisa Conesa, quien llevó el caso de Carlos, sugiere que por estos hechos debería iniciarse una investigación por corrupción.
El 4 de marzo de 2020 las comisiones de Justicia, Salud y Estudios Legislativos del Senado de la República aprobaron en lo general el dictamen para la regulación de la marihuana para el tipo de uso lúdico, de investigación, médico, farmacéutico o paliativo e industrial, que dependerán de distintas autorizaciones y licencias emitidas por el Estado y, en el caso específico de derivados para uso medicinal, únicamente se abriría la puerta para la importación y exportación de algunos de estos productos.
De convertirse en ley, las dificultades para los pacientes continuarán inalterables: largos trámites y medicinas caras. El dictamen aún debe ser discutido en el Pleno del Senado, con fecha límite al 30 de abril, pero de acuerdo con el senador Mario Delgado, no será abordado pronto debido a la emergencia de salud que atraviesa el país por la pandemia de COVID-19.
Desde que se medica con cannabis la lluvia dejó de provocarle temor a Carlos. Ahora él la disfruta sin temor a enfermarse porque su sistema inmunológico se ha fortalecido, lo que ha disminuido los riesgos de bronquitis o neumonías. Carlos continúa en una silla de ruedas, depende de otros y las afectaciones mentales provocadas por la epilepsia no le permiten hablar. A pesar de todas sus limitaciones, Carlos escucha, interactúa y va a la escuela.
Aunque en octubre de 2019 cumplió los 16, sólo desde que se detuvieron las convulsiones y se disipó la bruma que generaban en su mente la gran cantidad de fármacos que consumía, Carlos muestra detalles de sí mismo como su gusto por comer chilaquiles y mole, los juegos mecánicos o que su película favorita es “Cómo entrenar a tu dragón”.
Pasó más de una década para que Margarita pudiera conocer a su hijo, algo que expresa tratando de disimular las lágrimas. Con los ojos llorosos también se enorgullece de que ese panorama esté a punto de cambiar por las acciones de activistas como ella, que desde distintos frentes han presionado al gobierno para que la regulación del cannabis en México se concrete.
La familia Avilés Garfias presentó una demanda de amparo en contra del Estado mexicano, que la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) resolvió en 2019: el gobierno deberá proveer –no solo a Carlos Avilés, sino a todas personas que lo necesiten– de cannabis y tratamiento especializado, ordenándole cumplir con la creación un reglamento que de acceso a estos medicamentos en todo el país, que deberá ser emitido en lo que resta de 2020.
Según datos de la Secretaría de Salud, tan sólo en el 2015 había 2 millones de personas con epilepsia refractaria en México, para quienes el consumo de cannabis medicinal podría ser beneficioso, así como para tratar una decena de padecimientos y miles de enfermos más. Todos ellos se verían favorecidos por la regulación que, si bien pareciera estar a punto de lograrse, todavía no es una realidad.
El deseo de Margarita Garfias es que en el futuro otros pacientes abran un cajón de la cocina y saquen la dosis que dé alivio a su dolor. Lo mismo que ahora puede hacer, legalmente, su hijo.
* Este trabajo periodístico fue producido en el marco del Programa Prensa y Democracia (Prende) y forma parte del proyecto de investigación “Narrativas, periodismo y regímenes discursivos de la cultura” de la Universidad Iberoamericana. Asesores: Sergio Rodríguez Blanco y Federico Mastrogiovanni. Revisión editorial: Violeta Santiago. Se publica simultáneamente en Perro Crónico y Playboy México.
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